El precio de la sombrilla

Al comenzar las vacaciones, la atención de los veraneantes se traslada del aumento de las tarifas invernales a los peajes y las sombrillas estivales. No toda la población puede veranear, ni son las playas bonaerenses el único destino de quienes pueden hacerlo. Pero las quejas de algunos, debatidas en medios y redes sociales, ofrecen una oportunidad para sumar a esos comentarios una opinión.

Como el café, la pizza o la hamburguesa, la sombrilla de playa, o su hermana mayor, la carpa playera, tienen tras de sí un verdadero ejército de sombras que compone sus costos. Como pequeñas locomotoras que arrastran una invisible ristra de vagones tan pesados como inesperados. Cuando alquilamos una sombrilla, tomamos un café o saboreamos una pizza, contrastamos la baratura del artefacto chino, del cafeto brasileño o del redondel napolitano, con las insólitas cuentas que los acompañan. Pero la sombrilla, el café o la pizza no son lo que aparentan, sino puntas de un iceberg celeste y blanco. El celebérrimo y elusivo costo argentino.

Cuando el 42% del PBI se halla en manos del Estado, cuando 8,5 millones de argentinos deben crear riqueza para pagar a 19,5 millones que, de una forma u otra, viven del Estado (4 millones son empleados públicos); cuando cada jubilado tiene menos de dos activos para mantenerlo (en lugar de cuatro), no puede sorprender que el costo de sufragar tamaños desequilibrios emerja en los precios de todas las cosas que componen el 58% restante.

Pues esta es la gran diferencia entre una mitad y la otra: las prestaciones que brinda el Estado son gratuitas para los usuarios, pero deben pagarse con impuestos que abonan quienes funcionan en el sector privado. Estos facturan precios, odiosa exteriorización de los costos acumulados en la trastienda de la política. Pues los segundos siempre contienen a los primeros: a menos que se opere en "negro", no hay otra forma de evitarlos.

Suelen manejarse cifras y porcentajes globales del gasto público, como si el Estado fuese un personaje distinto de la sociedad, un monstruo voraz en el fondo de una caverna, enemigo público de todos los argentinos por su apetito insaciable. Como el Minotauro cretense que mató Teseo, el ateniense.

Al concebirse al Estado como un ogro alejado de la vida cotidiana, tenemos una falsa visión del conjunto, atribuyendo la culpa de su costo al último eslabón de la cadena alimentaria: el pérfido comerciante, el ávido playero, el pizzero angurriento o el codicioso hamburguesero.

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