Política del exilio

AutorGiorgio Agamben
  1. Los modernos estamos acostumbrados a concebir las figuras que en nuestro Congreso se reúnen bajo el rótulo de «Formas del exilio» a través de la categoría de los «derechos del hombre». «Tesis sobre el derecho de asilo» reza el título de un artículo reciente en el que A. Heller trataba, a decir verdad no muy acertadamente, de afrontar el problema de los emigrados en relación con las reformas restrictivas del artículo 16 de la Constitución alemana. Por otra parte, ius exilii, era, en el derecho romano, el término técnico que designaba el derecho de una civitas foederata de conceder la ciudadanía a un ciudadano romano, que, de esta manera, perdía la propia, “se exiliaba”.

    A mi modo de ver, hoy día cualquier aproximación al problema del exilio debe empezar ante todo por cuestionar la asociación que se suele establecer entre la cuestión del exilio y la de los derechos del hombre. Hannah Arendt tituló el capítulo quinto de su libro [42] sobre el imperialismo, dedicado al problema de los refugiados, «La decadencia de la Nación–Estado y el final de los Derechos del Hombre». Esta singular formulación, que liga la suerte de los derechos del hombre a la de la Nación–Estado, parece implicar la idea de una íntima y necesaria conexión entre ellos, conexión que, sin embargo, la autora deja pendiente de juicio. La paradoja de la que arranca H. Arendt consiste en que la figura que hubiera tenido que encarnar por excelencia al hombre de los derechos —la del refugiado— marca, en cambio, la crisis radical de este concepto. «La concepción de los derechos humanos —escribe la autora—, basada en la supuesta existencia de un ser humano como tal, se quebró en el momento en que quienes afirmaban creer en ella se enfrentaron por primera vez con personas que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas —excepto las que seguían siendo humanas»1. En el sistema de la Nación–Estado los llamados derechos sagrados e inalienables del hombre aparecen desprovistos de toda tutela y realidad precisamente en el momento en que no es posible configurarlos como derechos de los ciudadanos de un estado. Bien mirado, ello está implícito en la ambigüedad que entraña el título mismo de la declaración de 1789: Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, donde no queda claro si los dos términos nombran dos realidades autónomas o forman, en cambio, un sistema unitario en el que el primero ya está siempre contenido y oculto en el segundo, y, en este último caso, qué clase de relación existe entre ellos. Desde esta perspectiva, la boutade de Burke, que afirmaba que a los derechos inalienables del hombre prefería con mucho sus «derechos de inglés» (Rights of an Englishman.), cobra una profundidad insospechada.

    En la segunda posguerra, el énfasis instrumental en los derechos del hombre y el multiplicarse de las declaraciones y convenciones en el ámbito de organizaciones supranacionales acabaron por impedir una comprensión auténtica del significado histórico del fenómeno. Sin embargo, ha llegado el momento de dejar de ver las declaraciones de los derechos como proclamaciones gratuitas de valores eternos metajurídicos, que tienden (a decir verdad, sin mucho éxito) a vincular al legislador al respeto por unos principios éticos eternos, para conside- rarlas según la que es su función histórica real en la formación de la moderna Nación–Estado.

    Las declaraciones de los derechos representan la figura originaria de la adscripción de la vida natural al ordenamiento jurídico–político de la Nación–Estado. Aquella desnuda vida natural, que, en el antiguo régimen, era políticamente indiferente y pertenecía, en tanto que criatura, a Dios y, en el mundo clásico, era (al menos en apariencia) claramente distinta como zoé de la vida política (bíos.), entra ahora en primer plano en la estructura del estado y hasta se convierte en el fundamento de su legitimidad y soberanía.

    Un simple examen del texto de la declaración del 89 muestra, en efecto, que es precisamente la desnuda vida natural, es decir el mero hecho del nacimiento, lo que aquí se presenta como fuente y portador del derecho. «Les hommes», reza el artículo 1, «naissent et demeurent libres et égaux en droits» (desde este punto de vista, la formulación más concluyente es la del proyecto elaborado por Lafayette en julio de 1789: «Tout homme nait avec des droits inaliénables et imprescriptibles »). Pero, por otra parte, la vida natural, que, al inaugurar la biopolítica de la modernidad, viene así a formar la base del ordenamiento, se disipa inmediatamente en la figura del ciudadano, en el que los derechos «se conservan» (art. 2: «Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme»). Y precisamente porque ha puesto lo nativo en el corazón mismo de la comunidad política, llegados a este punto, la declaración puede atribuir la soberanía a la «nación» (art. 3: «Le principe de toute souveraineté réside essentiellement dans la nation»). Así, con la nación, que etimológicamente deriva de nascere, se cierra el círculo abierto por el nacimiento del hombre.

  2. Las declaraciones de los derechos deben verse entonces como el lugar en el que se lleva a cabo el paso de la soberanía real de origen divino a la soberanía nacional. Aquéllas aseguran la exceptio de la vida en el nuevo orden del Estado que deberá seguir a la caída del ancien régime. Que el “súbdito”, a través de ellas, se transforme, como se ha observado, en “ciudadano” significa que el nacimiento, es decir, la desnuda vida natural en cuanto tal, se convierte aquí por primera vez (con una transformación cuyas consecuencias biopolíticas tan sólo hoy podemos empezar a apreciar) en el portador inmediato de la soberanía.

    El principio de nacimiento y el de soberanía, separados en el antiguo régimen (donde el nacimiento daba lugar sólo al sujet, al súbdito), se unen ahora irrevocablemente en el cuerpo del “sujeto soberano” para constituir el fundamento de la nueva Nación–Estado. No se puede comprender la evolución y la vocación “nacional” y biopolítica del estado moderno en los siglos XIX y XX si se olvida que lo que lo fundamenta no es el hombre como sujeto político libre y consciente, sino, ante todo, su vida desnuda, el simple nacimiento, que, en el paso del súbdito al ciudadano, queda investida en cuanto tal del principio de soberanía. La ficción aquí implícita es que el nacimiento se convierte inmediatamente en nación, de modo que entre los dos términos no pueda haber ninguna diferencia. Los derechos se atribuyen al hombre (o emanan de él) tan sólo en la medida en que éste es el fundamento del concepto de ciudadano, fundamento destinado a disiparse directamente en este último (es más: nunca tiene que salir a...

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