El patio de las enredaderas locas

Era una ramita escuálida y frágil que se aferraba débilmente a la pared de los fondos. Su tres o cuatro hojitas prometían poco, y mi madre, al verme llegar de visita, la señaló y me dijo:

-La planté hace dos semanas. No crece. Está cada vez peor. Fijate, vos que sabés de plantas.

Entrecerré los ojos, miré a lo lejos y observé:

-Es una enamorada del muro.

-Sí, como la que tiene la vecina. Le cubre toda una pared. Y mirá. Ésa debe estar enferma.

-No, no está enferma.

-¿Y qué le pasa, entonces?

-El sol, mamá. Está al sol.

La trasplanté ese mismo día a un lugar sombrío. Casi podía oír a la ramita darme las gracias, agobiada.

Poco después recibí una llamada. Era mi madre.

-A tu plantita parece que le gustó el lugar donde la pusiste. Deberías venir a verla.

El tono no auguraba nada bueno. Así que fui. La mustia ramita estiraba ahora sus brazos ansiosos por el viejo muro del patio, abrazándolo.

-A ese ritmo -estimó mi madre-, va a cubrir toda la pared en un año.

-¿No era lo que querías?

-Sí. Pero algo no está bien.

Tenía razón, como suelen tenerla las madres. Alguna demasiado auspiciosa combinación de suelo, humedad y luz había transformado la ramita en una verdadera hidra. Con los años, cubrió toda la pared y siguió por el cielorraso de la galería, trepó a la terraza, arropó la medianera, y supe que había problemas cuando el vecino se quejó de que se le había metido en el cuartito de la terraza. Su terraza. Para cuando decidieron erradicarla, su tronco era grueso como el cuello de un luchador romano. Me dio pena. Pero no sería la última vez que me metería en dificultades a causa de las enredaderas.

Unos años después, planté allí una pasionaria. Había comprado la casa y tenía todo el patio para experimentar. El mburucuyá no igualaría al jazmín en frondosidad ni a la enamorada del muro en pujanza, pero tenía una carta guardada; una que nunca antes había visto. Esa primavera, el patio se llenó de unos abejorros gordos y temibles. Uno de mis perros tenía por costumbre cazarlos y con frecuencia regresaba de sus menudas batallas con el hocico inflamado. En los días de más calor había tantos que casi no se podía salir.

Decidí sacarla, muy a mi pesar. O eso creí, al menos. Pasaron el verano, el otoño y el invierno. La...

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