París en Montevideo: así comienza el nuevo libro de Enrique Vila-Matas, una ficción verdadera de un autor ineludible

Enrique Vila-Matas

PARIS

  1. En febrero del 74 viajé a París con la anacrónica intención de convertirme en un escritor de los años veinte, estilo «generación perdida». Fui con ese digamos que singular objetivo y, aunque era muy joven, esto no fue obstáculo para que, nada más comenzar a pasear por la ciudad, advirtiera que París estaba ensimismada en sus últimas revoluciones, entrándome entonces una pereza inmensa, monumental, una flojera grandísima ya sólo de pensar que tenía que convertirme allí en escritor y, encima, cazador de leones a lo Hemingway.

    Al diablo con todo, especialmente con mis aspiraciones, me dije un atardecer caminando por el Pont Neuf. Tengo que hacer algo para escapar de este destino, pensaba cada dos minutos aquel día, sin darme tregua. Y, al final, acabé adentrándome por una calle mal iluminada y poniendo en marcha una vida de delincuente que me devolvió de algún modo a un estado de ánimo adolescente que creía superado: el clásico estado exasperado del joven que encuentra en la «intemperie de su alma» y en la palabra soledad los dos ejes alrededor de los cuales tendrían que girar los grandes poemas que, demasiado ocupado en el trapicheo de drogas, nunca escribirá.

    Considerado en España "autor de culto", Vila-Matas es uno más de este lado del Atlántico

    En París, en todo caso, no fui tan idiota de dejarme embaucar por el vacío absoluto, que era algo que ya me había reventado en Barcelona la primera juventud, y me limité a permitir que me absorbiera un sinsentido controlado, rayando en lo fingido, dedicándome casi exclusivamente a recorrer a fondo, de arriba abajo, el París más canalla, el París brutal, el genial París que describe Luc Sante en The Other Paris (unos barrios repletos de flâneurs , apaches, estrellas de la chanson , clochards , valientes revolucionarias y artistas callejeros), el París de los marginados, el París de los exiliados antifranquistas con su bien organizada red de venta de droga, el París de los destrozados, el París del gran vértigo social.

    Un París que, muchos años después, sería el paisaje de fondo de mi crónica sobre aquel periodo en el que me volqué en el tráfico de hachís, marihuana y cocaína y no me fue posible dedicarle a la escritura ni un minuto, a lo que habría que añadir mi repentino desinterés por la cultura misma en general; un desinterés que, a la larga, pagué caro y se reflejaría incluso en el patoso título elegido para mi crónica de aquellos destemplados días: Un garaje propio .

    Para mí, París, en aquella primera estancia de dos años, fue sólo un lugar donde ejercí exclusivamente de vendedor de droga y, durante un breve periodo de tres meses que pasó volando, fui un consumidor habitual de ácido lisérgico, de LSD, lo que me hizo comprender que lo que llamamos «realidad» no es una ciencia exacta, sino más bien un pacto entre mucha gente, entre muchos conjurados que un día en tu ciudad natal, por ejemplo, deciden que la avenida Diagonal es un paseo con árboles cuando en realidad, si tomas tu ácido, puedes ver que es...

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