Las palabras. Cuando aquello que debería unir se usa para dividir

Como todos, accedí al lenguaje sin darme cuenta. Un chico que siente el estómago vacío pasa del llanto a decir "teta" sin saber cómo. Simplemente, un día abre la boca y habla. Es paradójico que aquello que en apariencia no demanda esfuerzo sea festejado por los mayores como un logro que roza el milagro. Más allá de la inclinación natural de los padres a ver en los primeros balbuceos de su vástago un indicio de genialidad, esa alegría quizá se deba al hecho de que con ellos el hijo ingresa en la casa común de la palabra.La conciencia de las palabras llegó años después. Un día, durante un viaje en auto, mis padres me dijeron que iba a disfrutar mucho de la lectura cuando aprendiera a leer. Acaso de aburrido, como un juego, yo trataba de descifrar los signos que veía en los carteles callejeros. Desde ese momento, sin embargo, la palabra escrita se convirtió para mí en un deseo. Todavía inaccesible, ese deseo vivía en los libros. Los abría y trataba de sacarles algún secreto, aunque pasara el dedo por encima de jeroglíficos. No creo que mis padres hayan advertido la semilla que estaban plantando con ese comentario soltado al pasar, pero aquel presagio resultó certero y los libros me acompañaron desde el día en que aprendí a unir las letras en palabras y las palabras en oraciones.Cualquiera que haya leído a Gabriel García Márquez o a Juan Rulfo advierte que, antes que nada, la palabra es música. Resulta arduo leer algo que carezca de ritmo. La prosa es un río en el que navega la canoa de nuestra atención. Puede correr más rápido o más lento, pero cuando ese fluir es interrumpido por el choque con rocas que afloran sobre la superficie, buscamos la orilla y dejamos el viaje. La palabra entra primero por el oído. Tanto la hablada como la escrita. Y en tanto música, es en esencia sonido. Por eso su presupuesto, su condición, es el silencio.El sentido llega después, pegado. Cuando escuchamos hablar a alguien, cuando empezamos a leer un texto, lo que buscamos es el hilo de sentido que habilita la comunicación, esa incierta correspondencia entre lo que se emite (o se quiso emitir, mejor) y lo que se recibe. Es una aventura sin garantías: las palabras, como signos que representan las cosas, como organismos vivos, cierran y abren al mismo tiempo."Escribir es conferir orden y trazado al caos", decía Sherwood Anderson, autor de los cuentos de Winesburg, Ohio, a quien Hemingway tuvo como maestro. En el ojo de ese caos se debaten la expresión y la...

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