Noches de paz, noches de amor

La Navidad es un lindo espectáculo cuando la mirás de afuera: el agite comercial de los días previos, la semana dulce de las carnicerías, los desmanes en los shoppings, el estreno navideño en los cines, la maratón de clásicos de género en las señales de cable, las confituras que te devastan los dientes, el ananá fizz casi siempre tibio, el capítulo de Los Simpson en el que adoptan a Enviado de Santa en las carreras, las guirnaldas en todas partes, los rosarios de LED en las ventanas, los pinos artificiales que nacen viejos, proyectando la brevedad de su melancólica existencia, y después esa linda resaca que implica la llegada de los Reyes Magos, el triste desarme de la escenografía festiva, toda la secuencia sentimental que se desata a partir de mañana, de hoy por qué no, y en la que nos vamos a ver metidos, al menos, hasta que tapemos con diarios los restos de este 2016 y las botellas de sidra vacías, verdes como la sangre de un marciano, se desparramen por las veredas de los barrios mientras nosotros arrancamos de nuevo con esto que en realidad nunca se detuvo. La vida.

Sí, las fiestas son algo maravilloso. Las familias afilamos nuestras capacidades organizativas, Nochebuena con tus viejos, Año Nuevo con los míos. Cuando tenés hijos chicos, el reloj empieza a correr después del brindis de medianoche, te agarra un sueño letal y el karaoke todavía está en pañales. En casa dejaste al perro, que debe estar escondido debajo de la mesa o rebotando contra las paredes mientras truenan los bombazos y las flores de fuego brotan en el cielo, o tal vez esté sedado, pero está irremediablemente solo, por qué no me habré quedado en casa, pobre animal, por qué no me agarró una supergripe que me obligara a quedarme. Por qué no somos de esas familias que van a pasar las fiestas a cualquier parte, las que reciben el año en una playa tranquila o en medio de la montaña...