La noche de dos presos en una celda y un diálogo irresistible: El beso de la mujer araña

Manuel Puig

—A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es… más redondo que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que después se van para abajo en punta, como los gatos.

—¿Y los ojos? —Claros, casi seguro que verdes, los entrecierra para dibujar mejor. Mira al modelo, la pantera negra del zoológico, que primero estaba quieta en la jaula, echada. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la silla, la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a rugirle a la chica, que hasta entonces no encontraba bien el sombreado que le iba a dar al dibujo.

—¿El animal no la puede oler antes? —No, porque en la jaula tiene un enorme pedazo de carne, es lo único que puede oler. El guardián le pone la carne cerca de las rejas, y no puede entrar ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera no se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la chica empieza a dar trazos cada vez más rápidos, y dibuja una cara que es de animal y también de diablo. Y la pantera la mira, es una pantera macho y no se sabe si es para despedazarla y después comerla, o si la mira llevada por otro instinto más feo todavía.

—¿No hay gente en el zoológico ese día? —No, casi nadie. Hace frío, es invierno. Los árboles del parque están pelados. Corre un aire frío. La chica es casi la única, ahí sentada en el banquito plegadizo que se trae ella misma, y el atril para apoyar la hoja del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de las jirafas hay unos chicos con la maestra, pero se van rápido, no aguantan el frío.

—¿Y ella no tiene frío?

—No, no se acuerda del frío, está como en otro mundo, ensimismada dibujando a la pantera.

—Si está ensimismada no está en otro mundo. Ésa es una contradicción.

—Sí, es cierto, ella está ensimismada, metida en el mundo que tiene adentro de ella misma, y que apenas si lo está empezando a descubrir. Las piernas las tiene entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y grueso, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro. Las medias son brillosas, ese tipo de malla cristal de seda, no se sabe si es rosada la carne o la media.

—Perdón pero acordate de lo que te dije, no hagas descripciones eróticas. Sabés que no conviene.

—Como quieras. Bueno, sigo. Las manos de ella están enguantadas, pero para llevar adelante el dibujo se saca el guante derecho. Las uñas son largas, el esmalte casi negro, y los dedos blancos, hasta que el frío empieza a amoratárselos. Deja un momento el trabajo, mete la mano debajo del tapado para calentársela. El tapado es grueso, de felpa negra, las hombreras bien grandes, pero una felpa espesa como la pelambre de un gato persa, no, mucho más espesa. ¿Y quién está detrás de ella?, alguien trata de encender un cigarrillo, el viento apaga la llama del fósforo.

—¿Quién es? —Esperá. Ella oye el chasquido del fósforo y se sobresalta, se da vuelta. Es un tipo de buena pinta, no un galán lindo, pero de facha simpática, con sombrero de ala baja y un sobretodo bolsudo, pantalones muy anchos. Se toca el ala del sombrero como saludo y se disculpa, le dice que el dibujo es bárbaro. Ella ve que es buen tipo, la cara lo vende, es un tipo muy comprensivo, tranquilo. Ella se retoca un poco el peinado con la mano, medio deshecho por el viento. Es un flequillo de rulos, y el pelo hasta los hombros que es lo que se usaba, también con rulos chicos en las puntas, como de permanente casi.

—Yo me la imagino morocha, no muy alta, redondita, y que se mueve como una gata. Lo más rico que hay.

—¿No era que no te querías alborotar?

—Seguí.

—Ella contesta que no se asustó. Pero en eso, al retocarse el pelo suelta la hoja y el viento se la lleva. El muchacho corre y la alcanza, se la devuelve a la chica y le pide disculpas. Ella le dice que no es nada y él se da cuenta que es extranjera por el acento. La chica le cuenta que es una refugiada, estudió bellas artes en Budapest, al estallar la guerra se embarcó para Nueva York. Él le pregunta si extraña su ciudad. A ella es como si le pasara una nube por los ojos, toda la expresión de la cara se le oscurece, y dice que no es de una ciudad, ella viene de las montañas, por ahí por Transilvania.

—De donde es Drácula.

—Sí, esas montañas tienen bosques oscuros, donde viven las fieras que en invierno se enloquecen de hambre y tienen que bajar a las aldeas, a matar. Y la gente se muere de miedo, y les pone ovejas y otros animales muertos en las puertas y hacen promesas, para salvarse. A todo esto el muchacho quiere volver a verla y ella le dice que a la tarde siguiente va a estar dibujando ahí otra vez, como toda esa última temporada cuando ha habido días de sol. Entonces él, que es un arquitecto, está a la tarde siguiente en su estudio con sus arquitectos compañeros y una chica colega también, y cuando suenen las tres y ya queda poco tiempo de luz quiere largar las reglas y compases para cruzarse al zoológico que está casi enfrente, ahí en el Central Park. La colega le pregunta adónde va, y por qué está tan contento. Él la trata como amiga pero se nota que en el fondo ella está enamorada de él, aunque lo disimula.

La obra completa de Manuel Puig se reeditó este año por los 90 años del autor

—¿Es un loro?

—No, de pelo castaño, cara simpática, nada del otro mundo pero agradable. Él sale sin darle el gusto de decirle adónde va. Ella queda triste pero no deja que nadie se dé cuenta y se enfrasca en el trabajo para no deprimirse más. Ya en el zoológico no ha empezado todavía a hacerse de noche, ha sido un día con luz de invierno muy rara, todo parece que se destaca con más nitidez que nunca, las rejas son negras, las paredes de las jaulas de mosaico blanco, el pedregullo blanco también, y grises los árboles deshojados. Y los ojos rojo sangre de las fieras. Pero la muchacha, que se llamaba Irena, no está. Pasan los días y el muchacho no la puede olvidar, hasta que un día caminando por una avenida lujosa algo le llama la atención en la vidriera de una galería de 2012 arte. Están expuestas las obras de alguien que dibuja nada más que panteras. El muchacho entra, allí está Irena, que es felicitada por otros concurrentes. Y no sé bien cómo sigue.

—Hacé memoria.

—Esperá un poco… No sé si es ahí que la saluda una que la asusta… Bueno, entonces el muchacho también la felicita y la nota distinta a Irena, como feliz, no tiene esa sombra en la mirada, como la primera vez. Y la invita a un restaurant y ella deja a todos los críticos ahí, y se van. Ella parece que pudiera caminar por la calle por primera vez, como si hubiese estado presa y ahora libre puede agarrar para cualquier parte.

—Pero él la lleva a un restaurant, dijiste vos, no para cualquier parte.

—Ay, no me exijas tanta precisión… Bueno, cuando él se para frente a un restaurant húngaro o rumano, algo así, ella se vuelve a sentir rara. Él creía darle un gusto llevándola ahí a un lugar de compatriotas de ella, pero le sale el tiro por la culata. Y se da cuenta que a ella algo le pasa, y se lo pregunta. Ella miente y dice que le trae recuerdos de la guerra, que todavía está en pleno fragor en esos momentos. Entonces él le dice que van a otra parte a almorzar. Pero ella se da cuenta que él, pobre, no tiene mucho tiempo, está en su hora libre de almuerzo y después tiene que volver al estudio. Entonces ella se sobrepone y entra al restaurant, y todo perfecto, porque el ambiente es muy tranquilo y comen bien, y ella otra vez está encantada de la vida.

—¿Y él?

—Él está contento, porque ve que ella se sobrepuso a un complejo para darle el gusto a él, que él justamente al principio lo había planeado, de ir ahí, para darle un gusto a ella. Esas cosas de cuando dos se conocen y las cosas empiezan a funcionar bien. Y él está tan embalado que decide no volver al trabajo esa tarde. Le cuenta que pasó por la galería de casualidad, lo que él estaba buscando era otro negocio, para comprar un regalo.

—Para la colega arquitecta.

—¿Cómo sabés?

—Nada, lo acerté no más.

—Vos viste la película.

—No, te lo aseguro. Seguí.

—Y la chica, la Irena, le dice que entonces pueden ir a ese negocio. Él enseguida lo que piensa es si le alcanzará la plata para comprar dos regalos iguales, uno para el cumpleaños de la colega y otro para Irena, así termina de conquistársela. Por la calle Irena le dice que esa tarde, cosa rara, no le da lástima notar que ya está anocheciendo, apenas a las tres de la tarde. Él le pregunta por qué le da tristeza que anochezca, si es porque le tiene miedo a la oscuridad. Ella lo piensa y le contesta que sí. Y él se para frente al negocio donde van, ella mira la vidriera con desconfianza, se trata de una pajarería, lindísima, en las jaulas que se pueden ver desde afuera...

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