No sea yo jamás viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo

El escritor Sergio Ramírez en su casa de Managua, antes del exilio

Dice Norberto Bobbio, quien en De Senectute convirtió el estudio de la edad en una ciencia más que amena, que "hablar de uno mismo es un hábito de la edad tardía. Y solo en parte cabe atribuirlo a vanidad". Como se trata de aprender nuevos hábitos, y hacer uso de esa licencia a la vanidad, es que escribo estas líneas al atravesar el umbral de los ochenta años.

Los viejos suelen hablar del pasado de manera didáctica, en el entendido de que toda experiencia enseña y, por lo tanto, se corre el riesgo de caer en los consejos de autoayuda, lo cual no viene a ser tan desdoroso si uno piensa en el otro De Senectute , escrito más de dos mil años antes que el de Bobbio. Envejecer, como un arte que puede enseñarse.

Cicerón da voz en su libro a un viejo de ochenta y cuatro años, Catón, en un diálogo con dos jóvenes a los que busca proveer de advertencias sanas; pero él solo tenía sesenta y dos cuando escribió sus reflexiones, y no tenía aún una edad provecta, o sea, senil, una expresión que me repele por la falta de dignidad que conlleva.

Senil es quien ya no es dueño de sí mismo, y a eso sí hay que temerle. Lo contrario de la senilidad es la lucidez, que para un escritor tiene que ver con la memoria, y con la imaginación. Y es en este umbral cuando empieza el desafío para que las fuentes de la memoria no se agosten, y para que los espejos de la imaginación no apaguen sus reflejos incandescentes.

En El bazar de la memoria: cómo construimos los recuerdos y cómo los recuerdos nos construyen , la psiquiatra irlandesa Verónica O’Keane nos enseña la manera en que, con los años, mientras las neuronas cuidan los recuerdos, como un archivo que se puede siempre revisar, su capacidad de grabar los nuevos se va empobreciendo.

Y la imaginación, que no es sino una emanación de la memoria, sigue hilvanando en su rueca. El pasado, que es ese país extranjero donde la gente hace las cosas de manera diferente, como escribe J.P. Hartley en The Go-Between ; fotogramas, más que secuencias, y así llegamos a la consabida pregunta: ¿cuál es tu primer recuerdo?

Tengo tres años. Una mañana en que la luz entra a raudales por las ventanas, acaban de bañarme en una palangana de agua y la muchacha me alza, me deposita sobre el cajón de la máquina de coser, y me seca con la toalla. La máquina de coser, la voz de la muchacha que me pide que me esté quieto mientras va a botar el agua de la palangana al patio, ¿son...

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