No por ahora

El año que termina ha sido muy bueno para mí. Ha sido benévolo conmigo porque me ha perdonado la vida, me ha salvado la vida. Pudo no ser así, pude enfermarme del virus y morir. Vi morir del virus a dos amigos cercanos, ambos menores que yo. Uno era el gerente de ventas del canal, un hombre lleno de vitalidad, de energía, de optimismo, que parecía invulnerable a la peste. Era generoso conmigo, me felicitaba cuando los números eran buenos, se alegraba cuando conseguía nuevos auspiciadores para el programa. Ganaba bien, era un hombre de éxito, tenía una familia que lo adoraba, viajaba con frecuencia, manejaba autos de lujo. De pronto enfermó cuando aún no estaban disponibles las vacunas y en pocos días sus defensas se desintegraron, su resistencia colapsó y murió intubado, sin poder despedirse de su familia. Nadie en el canal podía creer que el gerente de ventas se nos hubiese muerto así, tan súbitamente. Quedé consternado. Comprendí que, si me enfermaba del virus, perdería la vida, como la perdió mi amigo. Poco tiempo después, se enfermó también un médico que venía todas las noches al canal a dar consejos para no contagiarse de la peste. Era también un hombre de éxito, de fortuna, dueño de una clínica, en sus primeros cincuentas. Además, era deportista, alpinista, había escalado las montañas más altas. Siendo el doctor que daba consejos para no infectarse, era insospechable de contagiarse él mismo. Pues se enfermó y se murió, tal era su destino, y en el canal nos invadió de nuevo una profunda congoja y un mal disimulado miedo a morir.

Me llevé un gran susto cuando una de mis hijas, que vive en Nueva York, se contagió. Por suerte ya estaba vacunada. Pasó dos semanas atroces, diezmada por las fuerzas del mal, pero volvió a respirar sin trabas, prevaleció, derrotó al ejército invasor. Mis hermanos estaban aterrados de que nuestra madre, ya octogenaria, se contagiase. No se cuidaba demasiado. Salía de la casa sin mascarilla, decía que esto de la pandemia era un cuento chino, ponía su salud y las circunstancias de su muerte en manos de Dios, afirmaba que Dios la cuidaba mejor que cualquier mascarilla o cualquier vacuna. No tenía miedo. Seguía haciendo, dentro de las circunstancias, una vida normal. Mis hermanos le prohibieron viajar en avión. Por eso no he podido verla este año que termina. Ella quería venir a visitarnos, pero sus hijos no le daban permiso para viajar, le quitaron el pasaporte, se lo escondieron, porque descubrieron que estaba...

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