Música para las buenas almas

El título puede llamar a engaño. Bandas de la muerte, el corto dirigido por Verónica Dema y Gustavo Barco, no es un documental sobre asesinos, sicarios o grupos parapoliciales (aunque la violencia que quita vidas se cuela inevitablemente en la obra) sino acerca de un fenómeno cultural: el modo singular, con música festiva y banquete incluidos, que tienen algunas comunidades andinas, en este caso específico, la boliviana afincada en la ciudad de Buenos Aires, de recordar a sus muertos, cada 2 de noviembre.

Durante media hora, la película sigue dos tenues líneas argumentales. Por un lado están los padres de Lizbeth, una preadolescente asesinada en un episodio vinculado con el tráfico de drogas, y la dura cotidianidad de su vida en la villa 1-11-14. Por otro, más esperanzadora, la historia de Adalberta Torrejón que, junto a su marido y sus tres hijos, formó el grupo Luz y Senda, que canta en bodas, bautismos y también ante la tumba de los difuntos, a pedido de los deudos. Ambas historias confluyen en el cementerio de Flores, cuando el padre de Lizbeth les pide a Adalberta y los suyos que toquen y canten para su hija.

El documental de Dema y Barco (que tuvo un par de proyecciones en el Macba y el Centro Cultural Recoleta) está hecho de sutilezas que revelan y sugieren en un nivel profundo. Sin énfasis narrativos, la cámara es en cada circunstancia un ojo que no juzga y cala hasta lograr que emerja, potente, la sensación de extrañamiento, de choque de culturas. El punto en que se capta la dislocación del lenguaje, la certeza de que sólo en apariencia las palabras denotan y connotan lo mismo para todos. Hay momentos intensos, como la vigilia en casa de la familia de Lizbeth, la noche del 1° de noviembre, con la mesa...

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