Mitre, buen vecino

Bartolomé Mitre, fundador del diario LA NACION

Mitre gozó en sus últimos años del sosiego que su vida sufrida y andariega le había retaceado , aunque el dolor que le había provocado primero la muerte de su compañera de toda la vida, Delfina de Vedia, y luego la desaparición de su hijo mayor y heredero en la vocación Bartolomé Mitre y Vedia (Bartolito), lo hubiese alejado de la vida parlamentaria donde se mantenía a pesar de su elevada edad. Bohemio, despreocupado, chispeante, excelente amigo y gran compañero de su padre, probablemente porque conocía como pocos los meandros de su alma, la prematura muerte de Bartolito fue una especie de brutal mazazo que afectó irremediablemente el alma del General.

Pero no se dio por vencido. Hombre pulcro, luego de darse un baño y de consumir su sobrio desayuno de soldado, sacaba de su alto ropero un par de pantalones con los bolsillos a los costados, cerca del cinturón, que hacía confeccionar especialmente para él pero que terminaron vendiéndose con su nombre en todas las tiendas del país con motivo de las extraordinarias manifestaciones que se le tributaron al cumplir ochenta años; extraía una gruesa levita en invierno o un saco blanco en verano; inspeccionaba su chambergo de fieltro, se ajustaba el corbatín de luto y se preparaba para comenzar la jornada.

Antes de salir a la calle cumplía con el rito de leer la cuantiosa correspondencia que diariamente se desplegaba sobre su mesa de trabajo en el gran salón de la Biblioteca Americana, bajaba las escaleras, pasaba por una puerta interna al diario La Nación donde algunos tipógrafos ordenaban los elementos usados para la edición que acababa de aparecer a fin de que estuviesen preparados para la del día siguiente, conversaba con ellos y con algún periodista trasnochado, y finalmente comenzaba su infaltable paseo matutino.

Caminaba al borde de las veredas, para dar la pared "al pueblo" en señal de respeto, y respondía a los saludos de la gente tocándose el chambergo como si estuviese haciendo la venia. Cuando veía un inválido recostado en el piso, vestido con harapos y cubierta su cabeza con un quepis militar, se detenía, le daba unos pesos y le preguntaba dónde y cuando había servido. Si había estado en la guerra del Paraguay, rememoraban los nombres de los jefes y oficiales y se despedían con la energía de los viejos tiempos.

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Dado que los ex presidentes de entonces no llevaban escoltas que les abrieran paso o les cuidaran las espaldas, cualquiera podía...

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