Messi quizá nos haya hecho un favor

Pobre Messi. En momentos en que se ha convertido en el desvelo de los analistas y en que hasta las maestras le dedican cartas abiertas, lo último que debe querer es que todo el mundo hable de él. Pero así es este país, cruel y sentimental. Con algo de culpa, entonces, pido perdón de antemano por sumar otra voz al coro. Aunque hago un descargo: lo que me gustaría decirle a Messi es que desoiga sin excepción a todos los que hablamos de él. Que por favor no escuche a nadie. Ni siquiera a su padre. Si algo necesita en este momento, es prescindir de la opinión ajena.

La opinión de los otros sobre lo que somos o hacemos suele ser volátil y caprichosa. Además, puede venir contaminada de origen, formateada por la horma del zapato respectivo, cuando no envenenada. Y siempre es peligrosa: depende de cosas que no manejamos y puede acabar manejándonos. Pensemos en este caso. La historia habría sido otra si un pie izquierdo le hubiera entrado distinto a una pelota detenida: en lugar de haber terminado en la tribuna, desatando el pesar y la agonía, el balón se habría puesto a dormir en la red para despertar el delirio de un país que, con el triunfo, hubiera certificado su condición de excepcional, de predestinado, de elegido. Todos al Obelisco a canonizar al dios Messi y a sentirnos los mejores, arrogándonos como propios los méritos ajenos. Pero el botín del crack le dio muy abajo a la pelota y acabamos, como era previsible, exorcizando la derrota. ¿Cómo? Adjudicándosela al pecho frío de aquel que iba a salvarnos. No le perdonamos a Messi lo que a diario nos perdonamos a nosotros mismos.

En medio de tantos sinsabores, en medio de tantas derrotas y frustraciones de todo orden, el único consuelo que nos queda es pensarnos excepcionales. Creemos que lo somos, o queremos creerlo, y necesitamos pruebas para sostener y vivir el mito. Pero, como en verdad no lo somos, depositamos toda la responsabilidad en una sola persona. Si ganamos, todos somos Messi. Si no ganamos, si perdemos, lo señalamos con el dedo y le colgamos la culpa al cuello. Demasiado para cualquier ser humano. Y demasiado incluso para Messi, quien, más allá de su inmenso talento, quizá sea el menos excepcional entre todos los excepcionales. Si hasta parece, fuera de la cancha, uno de nosotros. Por eso mismo, por ser uno de nosotros, quizá se haya sentido demasiado solo el domingo ante la pelota detenida, frente al arco que custodiaba el arquero chileno.

De hecho, lo estaba. Alrededor de Messi -y...

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