El mejor de todos los caos

La felicidad en la vida de un lector tiende a la simplicidad. Entre los libros a los que dedico cuidados de reliquia hay un ejemplar de El caos (1974), de Juan Rodolfo Wilcock. Con el lomo saltado y las hojas sueltas, como si el volumen buscara mimetizarse con su título, vive empotrado entre otros del mismo autor para no empeorar su estado. No es ésa la felicidad: ésa es la angustia. La alegría deriva de un sobre enviado por una editorial actual (La Bestia Equilátera) con una nueva edición, apenas la tercera en castellano, de ese increíble libro de cuentos que parece haber proyectado su propio limbo.

Las razones de la nube distraída en que flota El caos hay que buscarlas en el propio Wilcock (1919-1978), al que nada cuesta considerar varios escritores en uno. Poeta de precisión neorromántica e impecable traductor en sus inicios, a él se debe, entre otros hallazgos, que conozcamos The Quiet American, de Graham Greene, como El americano impasible. Ligado a la revista Sur y a Silvina Ocampo, con quien escribió una obra teatral, no toleró el opresivo clima de los años 50 y en la segunda mitad de la década emigró subrepticiamente a Italia, donde se convirtió, trocando idioma, en escritor italiano.

Pocos autores quizá merezcan tanto como él una biografía. Se introdujo a su heterodoxa manera en el mundo cultural de la península (encarnó a Caifás, por ejemplo, en El Evangelio según San Mateo de Pasolini) y publicó libros asombrosos (El estereoscopio de los solitarios, Los dos indios alegres), inclasificables (Hechos inquietantes) y geniales, como La sinagoga de los iconoclastas, donde propone un catálogo de inventores únicos que llevan sus ideas hasta las últimas consecuencias...

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