Marcelo Tinelli: la vida secreta del gran prestidigitador

Está sentado en uno de los sillones de la biblioteca del Palacio Duhau. Se pone de pie, sonríe con cautela, mira a los ojos, saluda con un beso, tomando con la mano derecha la nuca de la persona a la que acaba de conocer como quien procura establecer pronto cercanía y comodidad; es el gesto de afabilidad de quien sabe seducir tanto a las multitudes como a quien ingresa en su estrecho mundo privado por primera vez, un gesto a primera vista tan distinto de las estridencias del gran show televisivo que él viene conduciendo desde hace 28 años y que mañana lo traerá de regreso a la pantalla.

El hombre que está frente a mí es muy distinto de ese vendaval televisivo que trae el estrépito (y a veces las vulgaridades) de una estudiantina masculina. En la intimidad o en este espejismo de la intimidad que es una entrevista en la que dos desconocidos insinúan cierta empatía y que es tan sólo un atisbo de la verdad, hay otro Marcelo, secreto y dado a las emociones, sensible y de vivencias interiores, más vulnerable y querible, que en cierto sentido es una suerte de versión acústica del ruidoso prestidigitador que suele embrujar a una masa de espectadores con su circo criollo con raíces en las extravagancias del grotesco, algo fatigado ya, pero al que su maestro de ceremonias siempre consigue añadirle un truco más y retener la mirada de la multitud gracias a su fenomenal capacidad de improvisación.

Si el lector pudiese correr el velo que a menudo protege al conductor, se sorprendería de encontrarse con la música de Caetano Veloso y las películas de Ettore Scola, o de la sincera emoción con que evoca el mediodía tardío de un sábado en que vio en el teatro Mi hijo camina un poco más lento, la obra de Ivor Martinic que promueve la aceptación de las diferencias. Éste que deja entrever ese mundo privado es un hombre sensible que gusta de las cosas pequeñas, los invisibles sentimientos cotidianos, las expresiones artísticas más sutiles, aunque en su vida pública no pueda rehuir del estrépito ni de las exigencias del gran negocio del entretenimiento. En el fondo de esa sencillez, de esa añoranza de las historias mínimas, está Bolívar, el pueblo donde nació hace 57 años: el campo abierto, el camino de tierra, la plaza, el sulky, un árbol de moras, el olor a tinta de su padre.

La conversación tiene lugar en medio del silencio atroz de la biblioteca. Se inaugura con un largo tramo acerca de los avatares de la televisión y los vaivenes de la industria. La memoria hará lo suyo después.

-Las exigencias del negocio reducen las posibilidades de tomar riesgos.

-La televisión se ha reducido mucho, sí. Cambiaron los hábitos, los modos de consumo. Desapareció la escena familiar frente a la pantalla del televisor. Son otros los números, es mucha la dependencia del minuto a minuto. En un programa de 14 puntos, que es mi estimación para esta temporada, una variación de 0.8 puntos tiene un impacto enorme. Se modificaron los modos de producción. En los años 90, cuando yo empecé con VideoMatch, me preguntaban cuál era el éxito del programa. El éxito muchas veces no es tanto lo que se pone en pantalla como la capacidad de corte, la posibilidad de dejar afuera mucho material. Ese volumen de producción, sostenido en presupuestos más abultados, permitía tomar otros riesgos, experimentar. Hoy esa posibilidad no existe, no podemos producir diez escenas y dejar seis. Hemos perdido ese momento en que hacíamos la elección de la fruta, de las naranjas y las manzanas. Se produce menos. Ha cambiado el negocio...

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