Mago y dueño de una suprema sensibilidad

Para quien ir al teatro es más habitual que ir al supermercado chino a hacer compras, no es común tener una sensación de placer supremo, de éxtasis repentino como el que voy a contar. El episodio ocurrió a fines de marzo de 2010. Finalizó la función de Calígula, en versión de Tomás Pandur, durante el Festival Internacional de Teatro de Bogotá y me encontré casi sin posibilidad de aplaudir. Devastado por un aquelarre de sensaciones que habían dejado mi cuerpo estremecido, a punto de explotar en llanto desconsolado, pero al mismo tiempo, con una sonrisa, envuelto por un placer embriagador. Así, en ese estado donde múltiples emociones y sensaciones surfeaban dentro de mí, decidí no cumplir con ninguno de los planes previstos: continuar la noche con otra obra del festival o ir a uno de los tantos festejos entre periodistas, artistas y organizadores. Quise ir a escribir, con esa enloquecida maraña de conmociones a cuestas. Había que explicar todo lo visto... lo presenciado, lo sentido, en ese estado tan vivo. Eso lograba Tomás Pandur...

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