Madrid en primavera

Había estado en Madrid unos meses antes de la pandemia y desde entonces pasaron cuatro años y no regresé. Pero todas las semanas, desde mi casa en Miami, volvía a Madrid en el territorio enfebrecido de la imaginación, mirando pisos, áticos y apartamentos cerca del parque del Retiro, soñando con comprar una propiedad en aquella ciudad.

Mi mujer, sin embargo, que es mucho más inteligente que yo, no desea que compremos una madriguera en Madrid, un escondrijo cerca del Retiro, pues sostiene que es más cómodo y conveniente alojarnos en un hotel. Y nuestro hotel en Madrid ha sido siempre el Wellington, en la calle Velásquez, una finca noble y señorial, bien situada, con un personal de extraordinaria amabilidad que nos conoce y hace sentir en casa.

Antes de la pandemia, estuve a punto de comprar el apartamento de un amigo muy querido, en la avenida Menéndez Pelayo, con vistas al parque del Retiro, quien me lo había prestado en varias ocasiones, un piso en el que, en mis tiempos libertinos, había amado a una argentina, a un argentino, a una uruguaya, y en el que había sangrado unas gotas espesas y moradas, tras ser atropellado, montando en bicicleta. Pero mi mujer se opuso a que comprásemos dicha propiedad, alegando que solo visitamos Madrid una vez al año, en primavera, y apenas por una semana, puesto que debo volver enseguida al programa de televisión en Miami, así que nos abstuvimos de adquirirlo.

En este viaje visitamos a ese amigo y a su mujer, en aquel piso acogedor, con vistas diáfanas al parque. Nuestro amigo está enfermo de Parkinson. Habla con cierta dificultad. En unos días cumplirá ochenta años. Es un hombre sabio y generoso. Ha sido mi padre literario, el padre que yo elegí, un padre liberal, risueño, tolerante, un padre capaz de reírse de sí mismo y de la vida misma. Es alto, está delgado, se mueve con lentitud. Su esposa de toda la vida lo mira con devoción. Se conocieron en La Habana cuando eran adolescentes. Se adoran. Los libros de mi amigo me han parecido notables, luminosos, pero no ha aspirado a la fama ni a la fortuna, pues vive sabiamente detrás de los reflectores, sin exhibirse, sin predicar. Le regalo mi novela más reciente. La mira con curiosidad. Me pregunta de qué va. Se lo digo en pocas palabras. Al despedirnos, mi amigo sentado, yo de pie, beso su frente, beso su mano derecha, me emociono, le digo:

-Eres mi padre, el padre que yo elegí.

Saliendo de su apartamento, ya en el ascensor, se me escapan unas lágrimas...

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