La larga sombra de Luciano M.

Sucedía los viernes, el día en que en otro tiempo los diarios publicaban las reseñas cinematográficas. Yo ejercía en ese entonces ese oficio maravilloso que es la crítica. Desde hacía un tiempo pasaba muchas tardes en la sala de Hebraica donde me eduqué como espectador, y era un lector más o menos consecuente de los grandes teóricos o historiadores del cine, de Roman Gubern a André Bazin. Tenía poco más de 20 años. En la semana veía tres o cuatro películas junto a un grupo de colegas experimentados, en salas muy pequeñas y húmedas. Solía sentarme en una de las últimas butacas y, en la penumbra apenas iluminada por el resplandor inestable de las imágenes, tomaba notas breves que recogían las impresiones instantáneas que suscitaba en mí la historia o registraba alguna línea a mi juicio esencial del diálogo. Al cabo de la proyección, una vez que llegaba a la redacción, abría el cuaderno de notas y procuraba comprender esa serie de anotaciones caprichosas cuya grafía vacilante solía volverlas incomprensibles.

Lo peor ocurría a la tarde siguiente. Imagínense que acababa yo de escribir una reseña acerca de la última película de Michelangelo Antonioni o Francis Ford Coppola; no sucedía a menudo, porque eran mis mayores quienes se encargaban de esos grandes realizadores, pero recuerdo el pánico y la súbita felicidad que me envolvieron la tarde en que me fue asignada la reseña de Ran, la espléndida película de Akira Kurosawa. Yo procuraba dejar en esos textos lo mejor de mí.

A la tarde siguiente, tomaba un ejemplar de Página

12 y buscaba la reseña escrita por alguno de mis colegas. Un ligero temblor me sacudía cuando la crítica en cuestión era precedida por la firma de Luciano M., quien para mi gusto era -y sigue siendo- el mejor crítico de cine de mi generación. Una y otra vez, leía con admiración e inocultable abatimiento esas piezas casi perfectas, que eran un verdadero derroche de conocimiento y agudeza de observación. A medida que avanzaba en la lectura, cada párrafo era aún más deslumbrante, al punto de que cuando llegaba al final solía preguntarme, irremediablemente, si habríamos visto la misma película. La respuesta era que no. Ambos textos compartían ciertos datos -la mínima peripecia que vivían los protagonistas o la ciudad donde transcurría la acción-, pero el resto me parecía el fruto de dos mentes y espíritus muy distintos. Tenía yo, a mi juicio, una mirada vacía y superficial.

Nunca mantuve con él una amistad, pero era...

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