Insensibilidad macabra

Un ejército de motos, policías a caballo e infantes con metralletas protegían tardíamente al muerto. Decenas de personas humildes y sollozantes salían al camino con carteles rudimentarios y flores, y le imploraban al filósofo, porque no tenían enfrente a nadie más, que por favor se hiciera justicia. Santiago Kovadloff iba aterido de frío dentro de ese cortejo fúnebre que desembocaría en el desolador cementerio de La Tablada.

Allí varios judíos ortodoxos con indumentaria atemporal cumplirían con los ritos finales. A Santiago ese día paradójico de sol y bandadas de pájaros le parecía sombrío y eterno. Sentía por dentro un extraño déjà vu. Una vez más estaban sepultando a una víctima de la violencia política y de la impunidad. Ser argentino se transformó en esto: la repetición trágica del silencio invicto, el delito triunfando sobre la verdad, el triste desamparo, la imposibilidad de que el dolor pueda ser unánime. Kovadloff habló en esa ceremonia y luego lloró amargamente en la intimidad de su departamento. Su antiguo discípulo y amigo, el filósofo Ricardo Forster, se acababa de referir al trabajo de Nisman: "Se construyó esa denuncia para generar todo este clima de desasosiego, de bronca, en un verano que parecía muy tranquilo". El secretario del Pensamiento Nacional se lamentó de que la realidad haya interrumpido eso: "la alegría del verano".

El contraste, esa distancia que se ha abierto entre todos nosotros, hizo que Santiago recordara de inmediato un lejano viaje que hicieron juntos a España. Con otros profesores de filosofía pasaron de Badajoz a Portugal, y en una pequeña taberna cercana a la frontera pidieron vino verde y charlaron un rato con el tabernero: era también judío y su familia había tenido que ocultar esa condición de las persecuciones inquisitoriales y antisemitas. Bajaron a un sótano y el tabernero les mostró una puerta disimulada que tenía por fuera una cruz y por dentro una estrella de David. En esa clandestinidad protegida, en ese asfixiante reducto, sus antepasados rezaban dramáticamente a su Dios desde el siglo XVI. Fue tal la impresión de Forster que salió corriendo y llorando con enorme angustia. Kovadloff lo siguió y lo alcanzó para abrazarlo y compartir su emoción. Aquel abrazo sería hoy absolutamente imposible. Esos dos hombres de las ideas y de la palabra, esos dos ex amigos de la vida, quedaron atrapados por la empalizada de la división. Impunidad y división son los clavos del ataúd que guarda para siempre el...

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