El indie tuvo su día de revancha en el Music Wins

Bobby Gillespie de rojo de pies a cabeza, con su melena ramonera que va y viene, se desgarra cantando los versos de "Swastika Eyes" como si el espíritu de John Lydon se hubiera metido en su cuerpo delgado y estirado. Los franceses Nicolas Godin y Jean-Benoit Dunckel, de blanco impoluto ambos, repasan el repertorio de Air en plan de cierre relajado. Anton Newcombe, el líder desorbitado de The Brian Jonestown Massacre, pasea por uno de los escenarios su estirpe piscodélica, mezclando el último y decadente Elvis con una suerte de Neil Young en ácido. Con su habitual look descontracturado (remera, chaleco de pescador, jeans y gorrita), Mac DeMarco se divierte al intercalar sus pequeñas canciones de pop lo-fi irónico con bromas y charlas entre sus músicos. Como si se tratara de un predicador de remera y saco negros, Alex Ebert comanda el show de Edward Sharpe and The Magnetic Zeros a puro carisma entrelazándose con el público y compartiendo con ellos eso que hoy se busca como un signo de los tiempos, aquí, allá y en todas partes: vivir una experiencia.

Por estos días más que nunca, los festivales están hechos de (y para) postales. Instantáneas para colgar en el muro o tuitear al paso. Y Music Wins, más allá de ser toda una rareza en el universo festivalero local, no escapa a esa regla millennial. Anteayer, en el predio de Tecnópolis que albergó la segunda edición de este encuentro musical de bajo perfil y alto vuelo, hubo cientos de postales que se registraron durante la tarde y la noche de un domingo que amaneció amenazante por una tormenta difícil de campear, pero que ni bien llegado el mediodía se retiró para que el eslogan del festival se hiciera realidad: la música gana.

Si bien es cierto que una característica del Music Wins fue la variedad de colores y tonalidades de cada una de las propuestas, sí hubo un factor común que pareció atravesar cada rincón del amplio predio: la psicodelia. Sea en su versión vernácula y retro con un grupo en ascenso como Las Sombras, tocando en un diminuto escenario construido en el techo de un colectivo, como si se tratara de una caja para títeres, o sea en el esperado debut porteño de la banda bautizada en tributo al guitarrista y fundador stone, que arremete tema tras tema con sus tres guitarras (y una pandereta) ardientes. Una psicodelia alejada si se quiere de su percepción más vinculada con los años 60 y entendida hoy por una nueva generación de amantes de la música como cierta libertad creativa y vuelo...

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