Las ideologías en la vida del derecho

AutorElisa A. Méndez de Smith
Páginas103-134

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50. El derecho positivo como técnica político-social

Considerado desde una perspectiva dinámica, el derecho positivo es, como señala Kelsen, una técnica social: un cierto estado social deseado ha de ser "provocado" o tratará de ser "provocado" mediante determinados contenidos normativos.

Si todo acto de gobierno, de legislación o de jurisdicción; si todo acto normativo que expresa la denominada "voluntad del Estado" responde a una determinada actitud política -a la actitud política de un grupo dominante-, fácil es inferir que las normas creadas por esos actos en determinado momento histórico son también, en mayor o menor medida, el producto de una cierta concepción de la vida social y de sus circunstancias históricas concretas.

Y puesto que no hay, en el fondo, un acto normativo realizado por un órgano del Estado que no presuponga un punto de vista político, podemos afirmar que el derecho, en cuanto se traduce como un sistema de actos estatales productores de normas jurídicas, más que una técnica social, es una técnica político-social.

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Es forzoso entonces admitir la existencia de un trasfondo ideológico tanto en la estructura total de un orden jurídico como en la estructura de cada institución jurídica. Pero ese trasfondo ideológico sólo resulta perceptible cuando desde un enfoque estimativo distinto al presupuesto por la actitud política del gobernante, del legislador o del juez que expresan normativamente la "voluntad del Estado", es posible descubrir la inadecuación o incongruencia de su pensamiento con las contingencias reales de la vida social.

51. Función ideológica de algunas concepciones jurídicas

En lo que sigue, hemos de analizar algunas de las grandes concepciones jurídicas que, en un momento histórico dado, mostraron con evidencia su función ideológica.

1) La teoría sobre el origen divino del poder real. La antigua concepción que consideraba al derecho como algo distinto de la fuerza y que admitía, sin embargo, que tanto el derecho como la fuerza que monopolizaba el monarca eran la expresión de un orden justo, de origen trascendente, ha constituido sin duda la primera gran ideología que impidió, durante largos períodos históricos, limitar y condicionar jurídicamente al poder político.

Hoy no dudaríamos en afirmar que el derecho es fuerza física organizada en cuanto se efectiviza compulsivamente como poder sancionatorio. Pero tampoco dudaríamos en asegurar que la fuerza, manifestada como poder es, ella misma, organización jurídica positiva y no la expresión de un orden trascendente86.

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Pero una mentalidad predispuesta a ver en el derecho sólo un orden justo y armonioso (producto de una voluntad superior, trascendente) y a considerar el poder del gobernante como una expresión metafísica de ese orden, implicó no sólo una conciencia confusa sobre la naturaleza de lo jurídico sino también un criterio oscuro y contradictorio sobre la naturaleza y origen del poder.

Todo uso discrecional y arbitrario de la fuerza por parte del monarca, en tanto esa fuerza era entendida como la manifestación del poder de éste, quedaba, bajo aquella concepción, legitimado, con lo cual se favorecía a los intereses políticos de ciertos grupos dominantes. Bajo esa ideología los pueblos de la antigüedad vivieron sujetos a la voluntad omnímoda de un monarca y de toda una oligarquía nobiliaria o sacerdotal que le servía de soporte.

Y la misma ideología volvió a aflorar tras el largo interregno medieval con la consolidación del absolutismo monárquico, en el siglo XVI. Uno de sus más destacados representantes doctrinarios, Jean Bodin, elaborando no una teoría del Estado sino una teoría de la justificación del absolutismo, caracterizó a la soberanía del Estado como el poder absoluto y perpetuo del monarca sosteniendo además que quien ejerce el poder no puede quedar sometido a él. El único sometimiento que reconoce el monarca es el relativo a las normas divinas y naturales. Frente, pues, al soberano, sólo existen deberes pero no derechos 87.

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Es comprensible que la vigencia de una concepción tal confiriese, como ocurrió, un significado específico a las instituciones jurídicas, pues salvo excepciones contadas no existió otro criterio distributivo de las funciones públicas que el postulado por el monarca. Y de la misma manera, el otorgamiento de privilegios, la distribución de las riquezas y la juridicidad o antijuridicidad de los actos dependieron, en última instancia, de la potestad normativa de quien ejercía omnímodamente el poder y monopolizaba discrecionalmente la fuerza.

Si bien la tesis de que el poder no tiene un origen trascendente sino, por el contrario, un fundamento empírico, social, quedó demostrada a lo largo de la historia cada vez que ciertos grupos sociales imponían con un criterio distinto determinadas condiciones de vida y de organización política (tal como ocurrió con la democracia ateniense; la República e incluso el Imperio Romano; las invasiones de los bárbaros88; las alianzas y presiones de los señores feudales contra los monarcas; las alianzas populares contra los señores feudales; etc.), la antigua concepción del origen divino del poder real no pudo ser erradicada de las ideas políticas hasta el momento en que, durante el siglo XVIII, se percibió con claridad que ella enmascaraba un interés contrario a la sociedad y a los propios fines del hombre.

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Expresando una nueva concepción del yo, del mundo y de la vida, numerosos filósofos de ese siglo difundieron el concepto, ya latente en todas las mentes, de que la única fuente del poder radica en las mismas fuerzas sociales, en la voluntad del hombre social, y que es esa voluntad la que lo organiza y condiciona jurídicamente.

La difusión de este concepto, que había de transformar todo un sistema de estructuras jurídicas anacrónicas, implicaba poner en evidencia que aquella antigua concepción sobre el poder era una concepción errónea, una "falsa conciencia", o como decimos hoy, una ideología.

2) La justificación de la esclavitud. La otra gran ideología de la antigüedad, que proyectó su influencia hasta el siglo XIX y que encubrió en todas las épocas un descarnado propósito de explotación del hombre por el hombre, fue sin duda la teoría de la justificación de la esclavitud.

Practicada de hecho desde los albores de la humanidad, la esclavitud recibió en Grecia sus primeras justificaciones doctrinarias. Toda colectividad política -sostenía Aristóteles- está compuesta de jefes y subditos, de libres y esclavos89. La propia "naturaleza" de la sociedad justifica esta división.

La doctrina aristotélica de la servidumbre natural asentábase en la suposición de que en las distintas posibilidades de medio y raza de una sociedad hay hombres que nacen, por destino y naturaleza, sujetos al dominio de otros capaces por su condición, fortuna o inteligencia, de gobernarlos y dirigirlos. Aquéllos debían obedecer a los más civilizados y si no lo hacían podían ser forzados a ello.

Este criterio, asentado en el derecho natural del más fuerte para dictar su ley al más débil, fue también, enPage 108 principio, el mantenido por los romanos. Pero la evolución de la doctrina en Roma llegó a fundamentar jurídicamente el sometimiento de una persona al dominio de otra, ya en el derecho de gentes, si el cautiverio derivaba de acciones de guerra; ya en el derecho civil, si la potestad del amo se originaba en un contrato de compraventa, o en el hecho del nacimiento o en la manus injectio ejercida por un acreedor sobre un deudor declarado nexus.

Pese a que el dogma cristiano se esforzó por destruir el argumento aristotélico de la justificación de la esclavitud, la institución fue mantenida en Europa durante la Edad Media, pero circunscripta en su forma tradicional sólo a los individuos de raza negra. Una nueva ideología, la de la discriminación racial, se superponía ahora para modalizar inteligentemente la vieja ideología de la esclavitud natural.

Fundados en esta diferenciación que hacía una cristiandad politizada, los piratas y traficantes musulmanes organizaron verdaderas cacerías humanas en África y Asia y establecieron los primeros asientos para "trata de negros", comercio que se difundió por todo el mundo entre los siglos XV y XIX y que durante largo tiempo pasó a manos de los portugueses a raíz de las demarcaciones hechas por el Papa Alejandro VI con el objeto de zanjar los conflictos suscitados por las exploraciones geográficas que realizaban España y Portugal.

Descubierto el Nuevo Mundo, los primeros colonizadores españoles intentaron aplicar a los aborígenes americanos la misma teoría esclavista que envilecía a los negros.

En contra de la concepción humanista de Fray Bartolomé de las Casas, de Francisco de Vitoria y de Francisco Suárez, un doctrinario de la servidumbre natural, Ginés de Sepúlveda, reforzando la tesis aristotélica, pretendió legitimar la esclavitud de los indios americanos invocando aquel famoso principio del "derecho de conquista y justa gue-Page 109rra" reconocido sin discusión por las naciones cristianas, según el cual los bárbaros infieles podían ser sometidos por los cristianos con el fin de integrarlos a la civilización o inculcarles la religión de Cristo90.

Esta nueva tesis no prosperó, sin embargo, pues el Papa Paulo III dictó en 1537 una bula declarando que los indios americanos eran seres racionales, "no extraños a la dignidad de la naturaleza humana", capaces de abrazar la fe cristiana y, por tanto, exentos de ser considerados "esclavos por naturaleza"91.

Pero si bien no se aplicó respecto del indio americano el instituto de la esclavitud según sus formas y fundamentos tradicionales, ello no fue obstáculo para que el propósito de explotación del trabajo físico del hombre se concretara en nuestro suelo: en primer lugar, porque España, por el Pacto de asientos de negros...

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