El honor de aquellos legisladores de la patria pobre

Bartolomé Mitre dibujado por Roux

Después de la batalla de Caseros, el general vencedor, Justo José de Urquiza, encaró el antiguo anhelo de sancionar la Constitución nacional. Sin embargo, halló una serie de tropiezos que culminaron cuando en Buenos Aires se produjo la revolución del 11 de septiembre de 1852, que separó de hecho a la provincia más rica del país de sus hermanas. Pese a todo, el 1º de mayo de 1853, los representantes del resto del país, reunidos en Santa Fe, lograron suscribir la Carta Magna que, con posteriores reformas, rigió durante casi un siglo y medio la vida de los argentinos.

Tras una dura lucha armada en la que cayeron porteños y provincianos, incorporados , según sus convicciones, a las fuerzas nacionales y a los regimientos de Buenos Aires, un convenio de statu quo sentó las bases de una precaria convivencia. La Confederación Argentina decidió establecer la capital en lo que entonces era un pueblito insignificante, La Bajada, hoy Paraná, y el nuevo Estado de Buenos Aires fijó su sede en la adelantada ciudad ribereña del Plata.

El presidente de la Confederación Argentina, Urquiza, se encontró frente a la colosal tarea de organizar con las arcas vacías los tres poderes del Estado. Pese a ello, logró dar cobijo al Congreso nacional en un modesto edificio que aún se conserva, consiguió habilitar las oficinas del Poder Ejecutivo, pero no pudo poner en funciones al máximo órgano del Poder Judicial, la Corte Suprema, tarea que recién concretó en 1862 en Buenos Aires el general Bartolomé Mitre.

No obstante los intentos realizados por el Estado de Buenos Aires para contar con representantes diplomáticos acreditados ante su gobierno, la denodada acción del plenipotenciario ante las potencias del Viejo Mundo, Juan Bautista Alberdi, y la labor de los ministros argentinos en otros países hicieron que los ministros extranjeros se vieran forzados a residir en La Bajada. En algunos casos formularon constantes quejas ante sus respectivos gobiernos pues no soportaban la pobreza de La Bajada y preferían las luces de la gran ciudad.

En cuanto a los legisladores, las provincias tuvieron serios problemas para atender a las más elementales necesidades de sus representantes, a tal punto que por varios años algunas debieron recurrir a quienes el gracejo popular denominó "alquilones", es decir, ciudadanos de otros estados de la Confederación, entre ellos, porteños disidentes, que actuaron en representación de pueblos que, en ocasiones...

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