Hombres invisibles condenados al olvido

Todas las tardes, en la hora del crepúsculo, cuando la luz invita a la melancolía, dedicamos un momento a conversar sobre la eternidad. Nos interrogamos sobre la memoria y el olvido, soñamos un mañana lejano del que no seremos ya testigos, sentimos una punzada en el estómago cuando se nos descubre, otra vez, esa fatalidad: estamos condenados a que nadie nos recuerde.El juego sucede en medio de la Redacción; lo incita una nadería, la modestísima tarea que compartimos junto a un compañero del oficio, que consiste en escribir piezas menores de la edición del día. Uno se ilusiona en la adolescencia, cuando es estudiante, con los grandes textos, imagina vagamente que está destinado a elaborar piezas memorables, pero termina dedicándoles esfuerzos a las tareas menores que exige el gran espectáculo: entre bambalinas, entre sombras y lejos del aplauso del público, consume las horas en el ajuste de decorados, en el bordado de chaquetas y vestidos, en el movimiento de trastos detrás del cortinado. Son tareas pequeñas que requieren todos los oficios. En un diario, esas minucias podrían ocupar una edición entera, y de las más abultadas.Todas las tardes, entonces, mientras nos ocupamos de bruñir esas piezas, nos preguntamos si los arqueólogos del mañana querrán averiguar quién se ocupó de ellas. Sabemos que no ocurrirá, desde luego, pero nos divertimos con esa pregunta, que de seguro desnuda un rasgo de vanidad, como un modo de sobrellevar esas fatigas.Podría decirse de esas modestas intervenciones aquello que un crítico deslizó con malicia sobre un escritor de obra poco memorable: uno va olvidando lo que él escribe a medida que va leyéndolo. Alrededor de la minuciosa elaboración de esa tarea de edición (los colombianos lo llaman con gracia "la carpintería"), quizás en un gesto de tardía adolescencia y no conformes con la idea de que nadie habrá de recordarnos por esos menesteres, nos reímos imaginando la pesquisa que en las hemerotecas emprenderán los arqueólogos del porvenir cuando lean esas piezas minúsculas. Son los nimiedades casi invisibles de un edificio de imponente arquitectura, que no requieren de la visión artística de la obra ni aun de su ingeniería, sino del oficio de quien prepara la argamasa y coloca luego ladrillo sobre ladrillo.Siempre creo percibir en el fondo de ese juego alguna clase de angustia, un desasosiego ligero ante la idea inevitable de que seremos olvidados...

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