Hijos de la fábula: dos jóvenes exaltados buscan convertirse en militantes de ETA

Fernando Aramburu

—Olemos a mierda de gallina.

—Sobre todo tú.

Asier y Joseba compartían habitación en una granja avícola a las afueras de Albi. Hacía seis meses de su ingreso en ETA. Ingreso o medio ingreso. No estaban seguros. Habían pasado a Francia en primavera. Les dieron alojamiento provisional en una casa de campo entre Larressore e Itxassou. De allí, escondidos en el interior de una furgoneta, los trasladaron a finales de agosto a la granja de Albi.

Un día de tantos: que no podían quedarse en Iparralde. ¿Pues? La organización estaba cada vez más acorralada. Muchos habían ido a refugiarse al Reino Unido. Otros, a Italia, a Bélgica, a Alemania.

—¿ETA también practica la dispersión?

—Baja la voz. Te van a oír. Ante todo, disciplina.

Fernando Aramburu vuelve a la ETA y presenta "Los hijos de la fábula"

Se hablaba de cámaras y micrófonos camuflados. De topos. De traidores y soplones. Ellos dos, ni idea. Acababan de llegar. Eran por entonces dos novatos desconocidos por la policía. El uno, de veintiún años; el otro, de veinte. Venían de pueblos vecinos de la provincia de Guipúzcoa. No hablaban francés. No tenían experiencia en el manejo de armas, pero sí mucha ilusión.

—Somos de ETA, ¿sí o no?

—Estamos en camino.

—Tantos meses y aún no hemos aprendido a usar un arma.

—Se nos va a dormir la mano.

La granja avícola estaba a orillas del río Tarn. La formaban la casa de los dueños, de dos plantas y desván; una segunda casa enfrente, con el almacén y el garaje del tractor en la parte de abajo, y un primer piso repartido entre el granero y la habitación asignada a los dos jóvenes inquilinos; y, por último, la nave de las gallinas. En medio, un patio de tierra en cuyo centro daba sombra un nogal.

El granjero se llamaba Fabien. Era un hombre corpulento, con un párpado flojo. La mujer, Guillemette, chapurreaba el castellano. Por solidaridad con la causa nacional vasca no les cobrarían el alquiler. Tan sólo, de vez en cuando, una pequeña cantidad para cubrir algún gasto imprevisto. La habitación era todo lo contrario de lujosa. Una especie de camaranchón con dos camas, una nevera de no más de un metro de altura, un arcón para la ropa y una placa eléctrica de dos fuegos.¿Calefacción? Las mantas y vas que chutas. El sitio, habilitado para refugio, estaba justo encima del almacén. Con anterioridad había servido de alojamiento a otros candidatos a militantes.

A Asier y Joseba, a cambio de no pagar, se les pedía ayuda en las tareas de la granja, principalmente en las de limpieza. A Asier se le daba bien cortar leña. Joseba tenía cierta maña con las herramientas. Trabajaban un rato por las mañanas. ¿Se puede llamar a eso trabajar? Bueno, hacían como si. Y por las tardes se iban andando a Albi o al campo. O daban un paseo por el río con la barca de los granjeros sin pedirla prestada. Guillemette los vio una vez. No dijo nada. Una manera de concederles permiso. La barca estaba atada a un poste, por detrás del almacén, con los remos dentro.

—Me aburro.

—Pues mira que yo.

—Ni cursillo de adiestramiento ni hostias.

—Como no hagamos prácticas con tiragomas...

—La organización igual no nos necesita.

—A estas horas ya tendríamos que ir por la tercera o cuarta ekintza .

—Me aburro.

—Yo aún me aburro más.

Por regla general volvían cenados de Albi. Pero nada de restaurantes. Qué más quisieran. Bocadillos, cacahuetes, patatas fritas de bolsa, fruta del supermercado. El enlace les pasaba una modesta asignación y, a veces, instrucciones. Que no llamaran demasiado la atención. Que aprendieran la lengua del país. Que buscasen un trabajo remunerado. Dispensados de la cuota de alquiler, se arreglaban mal que bien con el dinero.

Una vez más regresaron cenados a la granja. Guillemette, qué raro, los estaba esperando en el camino. ¿Por qué hablaba tan bajo esa mujer? Allí nadie podía oírla. ¿A qué tanto misterio?

—No más de l’ETA.

Y por señas les indicó que la siguieran al interior de la casa. Era un jueves de octubre de 2011. Ya había anochecido. Guillemette tenía las tetas grandes. Asier desconfiaba. Susurrante, a su compañero:

—Esta quiere fiesta en la cama.

***

LA CASA de Iparralde supuso para ellos una prisión. Que no os vea nadie, ¿eh? Así todo el día. Cosa fácil, por otra parte, pues la casa estaba sola entre los árboles de una colina, lejos de la carretera.

Los anfitriones, un matrimonio vascofrancés sin hijos, eran rigurosos. Dios, qué duros eran. ¿Tenían la paranoia o qué? Veían un gendarme detrás de cada arbusto. Los de Albi, también sin hijos, se enrollaban mejor. Al llegar no les hicieron ninguna advertencia. A Asier y Joseba les pareció rara tanta libertad de movimiento. Por si acaso fueron a preguntarle a Fabien. Que si debían tomar precauciones.

"Los Hijos de la Fábula", de Fernando Aramburu (Tusquets, $ 5000)

Fabien, metro noventa y tantos de estatura, un párpado a medio abrir, estaba metiendo huevos en la furgoneta. Vestía un mono azul de trabajo con peto. Tiraba un poco a rubio. Y tenía la cara encendida. Del vino diario. De qué, si no.

No los entendió. Ellos no lo entendían a él. Fabien llevaba una chapa con la hoz y el martillo sobre fondo rojo adherida al cierre del reloj de pulsera. Señaló la chapa con la punta de un dedo. Después se llevó la mano al pecho. Se reía enseñando los dientes. Los que le quedaban. ¿Simpatiza con el comunismo? Eso parece.

El primer día, a modo de recibimiento, les cantó a Asier y Joseba, puño en alto, de broma, una canción sobre un fondo de cacareos. La alegría del vino le soltaba la...

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