Cómo me hice amigo de la Reina Isabel

Estando de paso por Lima, conocí a la Reina Isabel.

La conocí pasada la medianoche, en casa de mi hermano José. Como yo, la Reina estaba subida de peso, pero su llamativo abdomen no parecía acomplejarla.

La Reina Isabel me saludó con cariño, saludó a mi esposa Silvia y nos dijo que estaba tomando pisco desde el mediodía. En verdad, lucía bastante alicorada. Exhalaba un rancio tufillo alcohólico que no la desmentía. Pero, aun estando embriagada, la Reina Isabel parecía en pleno dominio de sus facultades mentales.

Me senté a su lado y escuché a la Reina con asombro. Me contó que había servido en la Marina peruana, que había combatido a los terroristas en la selva peruana, que había destruido laboratorios de cocaína escondidos en la selva.

Entonces al oficial de la Marina Antonio Ortega no le decían la Reina Isabel. Le decían comandante Caimán. Desde joven, mostró madera de héroe. Mató a numerosos terroristas peruanos y a sicarios y narcotraficantes colombianos. Caimán era famoso por su valor y arrojo, por su sigilo y astucia, por tender emboscadas certeras a sus enemigos.

Ahora sus amigos le dicen la Reina Isabel porque, ya en sus cincuentas, tiene todavía un pelo espléndido, que se parece mucho al cabello de su homónima y mentora capilar, la monarca británica: la Reina Isabel peruana no se rebaja a la vulgaridad de pintarse o teñirse las canas, exhibe con orgullo un pelo elegante y distinguido, que en la zona frontal se le enreda coquetamente en unos rizos, bucles y suaves ondulaciones y en la zona lateral guarda perfecta simetría con el volumen rebelde de sus canas erguidas en aquellos rizos regios. Cada tanto, se acomoda los bucles y es, a no dudarlo, la Reina Isabel, pues lo hace con gracia y donaire, como si fuera fácil tener esas canas en olitas después de haber liquidado a tantos malhechores.

Discretamente, hablándome al oído, la Reina Isabel me preguntó cómo hacía para tener tanto pelo, a mis cincuenta y siete años.

-Tomo Finasteride -le dije-. Todos los días.

-¿Tomas qué carajos? -preguntó la Reina, visiblemente achispada.

-Finasteride -le dije.

Entonces la Reina escribió Finasteride en su celular y leyó los componentes de dicho químico y las propiedades benéficas que operaba en quienes lo tomaban. Como estaba borracha, la Reina Isabel no pudo leer con fluidez, se le enredó la lengua, se empantanó en ciertas palabras enrevesadas de farmacéutico, provocando la risotada general. La Reina, un encanto, se rio también, es decir se rio de sí misma, de lo...

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