El genio matemático que buscó el olvido

Cuando pareciera que se impone valorar a las figuras públicas por los números del rating, a los escritores por la cantidad de libros vendidos y a los creadores visuales por los récords que alcanzan en el mercado del arte, vidas como la de Alexander Grothendieck, que murió a fines del año pasado en el hospital de Saint-Girons, un pueblito de los Pireneos franceses, nos confrontan con el sentido de la existencia.

Grothendieck, considerado quizás el matemático más importante del siglo XX, alguien que alcanzó la estatura de Gauss, Galois, Riemann o Gödel, encarna la parábola trágica del genio que se consume en las cumbres del pensamiento.

Había nacido en Berlín, en 1928. Sus padres, Alexander Schapiro, judío ruso, que había pasado diez años en la cárcel por luchar contra el zar, y Hanka Grothendieck, alemana, protestante, periodista y escritora, lo dejaron a los cinco años para ir a luchar a la Guerra Civil española.

Según cuenta en Inference: International Review of Science el también matemático Pierre Cartier, quien fue su amigo, Alexander permaneció escondido en una granja del norte de Alemania hasta 1938 y luego fue enviado a Chambon-sur-Lignon, donde estudió bajo la tutela del pastor francés André Trocme en el Collège Cévenol, un centro de resistencia espiritual al nazismo.

Después de la guerra, se inscribió en la Universidad de Montpellier, centro académico de segunda línea. Pero tras redescubrir por su cuenta algunos resultados ya demostrados, marchó a París, donde se encontraría con las figuras más importantes del momento. Se dice que uno de ellas, Laurent Schwarz, le dio a leer un paper que acababa de escribir y que terminaba con una lista de catorce problemas sin resolver. Después de unos meses, Grothendieck los había resuelto todos.

"Intenten visualizar la situación -dice Cartier-: de un lado, Schwartz, que estaba en la cima de su carrera científica; del otro, un desconocido estudiante llegado de las provincias."

Trabajando en jornadas de diez o doce horas, y rodeado de jóvenes talentos, se lanzó al descubrimiento, revolucionó la geometría algebraica y desarrolló un nuevo lenguaje que ingresó "en el inconsciente de los matemáticos", escribieron en Nature David Mumford y John Tate.

A los 38 años, le concedieron la medalla Fields (el más alto honor al que puede aspirar un matemático), pero rehusó ir a retirarla a Moscú en solidaridad con los disidentes perseguidos. A los 44, renunció a su puesto en el Instituto de Altos Estudios...

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