Una función de cine en Plaza Once

De rituales pequeños, íntimos pero no secretos, también se nutren las ciudades. Y algo de eso hubo hace unos días en Plaza Once.

La difícil plaza Miserere y su modernidad imposible: el mausoleo de Rivadavia, las huellas de la gloria que nunca fue, los ecos de la tragedia que sigue siendo -Cromagnon, el desastre ferroviario- y el crisol de rostros curtidos, gestos agotados, pasos veloces que se entreveran -colores de piel, tonos de voz, alguna ropa de marca y tanto puesto callejero-, cada cual con su extrañeza, en un lugar que se soñó como algo más que el latido de nuestras contradicciones.

En esa plaza, a metros de las imperturbables esculturas de Rogelio Yrurtia y con el vozarrón del predicador evangelista todavía rasgando el aire, el miércoles pasado se levantó una pantalla de cine, se le acomodaron algunas sillas al frente, se trajinó con equipos de sonido y proyectores. Un cuerpo extraño en la marea incesante del lugar, minúsculo aunque no tanto, foco del interés de los policías que miraban de lejos, algún borracho que se acercó a preguntar, el linyera que abrió un ojo antes de seguir durmiendo en su banco, los transeúntes que aminoraban la marcha -todos tienen algo de apurado en la plaza rodeada de paradas de colectivos- y preguntaban qué estaba pasando ahí. Algunos, cuando las imágenes comenzaron a reverberar, detuvieron la marcha y se quedaron.

En la pantalla aparecía el Once: la estación de tren, los edificios asomando por sobre los rieles, los chicos. Fundamentalmente, ellos: los pibes de la calle. Parecidos a los que merodeaban el pequeño e improvisado auditorio, oteando lo que ya se estaba empezando a ver, poniendo cara, voz, gestos de malos. Malísimos, intimidantes y bravos habitantes de la plaza que, finalmente, también se acercaron y se terminaron sentando. Para mirar y mirarse.

Lo que se estaba proyectando era Años de calle, documental donde Alejandra Grinschpun y Laureano Gutiérrez registraron diez años de vida de cuatro chicos de la calle que en 1999 paraban en Once. Por eso los realizadores decidieron que si el film tenía que tener un preestreno, el único lugar posible para hacerlo era ése, el entorno donde todo había empezado. Y que entre el público debían estar -como efectivamente estaban- al menos algunos de los protagonistas. Hoy adultos jóvenes, en aquel momento niños que saltaban, zaparrastrosos y sucios, de techo en techo de vagón y le...

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