La fe. Una arcilla que las vivencias y los años van moldeando

Estoy trepado a la verja de la casa de la esquina. Parado sobre la base de cemento, me aferro a los hierros negros y echo la cabeza hacia atrás. Por encima de las rejas, en el cielo, un grupo de nubes deshilvanadas viajan sobre un fondo azul. Por entonces, la vereda era el patio de juegos de un grupo de cinco o seis chicos que vivíamos en un departamento de dos pisos ubicado a mitad de la cuadra. Cuando oscurecía, nos resistíamos a las voces jóvenes de nuestras madres, que traían la orden de entrar y terminar el día. Pero esta vez estoy solo. Tengo unos siete años y quizá es de mañana. No puedo saberlo con certeza. Lo único que recuerdo con nitidez son las rejas negras de las que me sostengo, mi cuello arqueado hacia atrás y las nubes pasajeras, arriba. Es difícil describir lo que sentí entonces, no solo porque el tiempo transcurrido lo ha vuelto un recuerdo del recuerdo, sino también porque se trata de una de esas experiencias cuya fuerza reside en su resistencia a dejarse atrapar por palabras.En algún momento, pasé de la visión de esas nubes a verme a mí mismo desde arriba, allí trepado a la parecita de la verja. En ese lugar fuera de mí desde el que me veía, me invadió una sensación de extrañeza a la que me abandoné. Y desde allí percibí todo, sin límites, como una gota de agua que toma conciencia del mar sin orillas que la rodea. Esa conciencia me decía que yo no era solo aquel chico que por las tardes jugaba a la pelota en esa misma calle, sino algo más que no dependía de mí. Me estaba viendo como si fuera otro. Durante unos segundos, el personaje accedía a la perspectiva del guionista, pero sin acceso al guión. ¿Dónde estaba el centro? ¿En mí, en el afuera, en otro lugar inaccesible? ¿Dónde estaba yo? ¿Qué era yo?Aquel incidente me dejó un sedimento desde el cual siempre me asomé al misterio de la existencia y de lo que acaso venga después. Lo que no me dieron doce años de colegio católico me lo dio aquella escena vivida en la infancia que jamás olvidé. Una escena modesta y al alcance de cualquiera, supongo, porque estuvo lejos de ser una revelación. Fue más bien un mareo embriagador, un dulce extrañamiento, un vértigo sin caída, aunque lo suficientemente fuerte como para dejarme con una sospecha y un interrogante. La sospecha es que la biología y la física no lo explican todo; es decir, que después de esta vida hay algo más, algo de lo que, de una forma u otra, somos o seremos parte. ¿A qué me refiero? ¿De qué hablo? Ese es el...

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