La falla de San Andrés, en la Argentina

La población de California tiene bajo sus pies una fisura de 1300 kilómetros entre dos placas tectónicas que, al moverse, provocan sorpresivos terremotos. Los sismólogos señalan que su parte sur no se ha quebrado en tres siglos. Y la tensión acumulada podría liberarse de golpe, causando una catástrofe de proporciones bíblicas.

Mientras tanto, las familias hacen una vida normal, forman sus hogares, trabajan, estudian, disfrutan del mar y las montañas, pensando que, en términos geológicos, el "gran sismo" podría demorarse mil años más y para entonces, serán otros quienes deban sufrirlo.

En la Argentina vivimos sobre una falla similar, de carácter fiscal, comparable al temido sismo californiano y que no se rige conforme tiempos milenarios, sino al calendario cotidiano, el que gobierna los planes de vida de esta generación.

El presidente Mauricio Macri, desde su despacho en Balcarce 50, tiene una nítida visión de la falla con sólo mirar por la ventana presidencial. Es lo que lee y escucha cada día de funcionarios, dirigentes, periodistas y entrevistados. Basta oírlo para advertir que quiere corregir las falencias cuanto antes, para evitar que los argentinos tengan que salir a la calle en piyamas, en medio de un temblor. Es gradualista, pues no quiere asustar a la población con presagios alarmistas. Pero realista, y se propone la titánica tarea de distender los riesgos sísmicos que el populismo ha exacerbado.

Como las familias californianas, las locales preferimos ignorar la gravedad de la fisura, pues "Dios es argentino". Cada nuevo gobierno ha forzado más la tensión entre las placas, llegando al clímax durante los 12 años y medio del matrimonio Kirchner, que multiplicó el empleo público, las jubilaciones sin aportes, los subsidios económicos, los transportes gratuitos, los planes Trabajar, la industria del juicio, las contrataciones fraudulentas y el proteccionismo impúdico. A cambio de votos, hicieron estallar el gasto público, empujando las placas, tensando el déficit y creando "la otra" grieta.

El mayor gasto público es un beneficio que sólo pueden permitirse los países que trabajan e invierten en serio, con alta productividad. Ambos términos deben guardar armonía: cuanto más bienestar colectivo se pretenda, mayor debe ser la productividad para sostenerlo. Un equilibrio elemental que no puede ignorarse, bajo pena de terremoto. Un imperativo ético que debe regir cualquier propuesta igualitaria. De lo contrario, es palabrerío populista, no...

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