Éxito y fracaso en la Copa del Mundo

Mascherano podría haberse ahorrado el abrazo dentro del área que precipitó el penal con el que casi nos despedimos de la No había necesidad. ¿Para qué desafiar, sin razones, el imprevisible criterio del árbitro? Lo salvó del remordimiento eterno el gol de Marcos Rojo, que cinco minutos antes del final llevó a un país entero de la agonía al éxtasis. En medio de la euforia, el viejo trotador de medios campos ofreció a la prensa una frase sabia: "No siempre es bueno depender de los milagros".

Eso fue lo que pasó el martes en Rusia. Sobre la hora, nos salvó un milagro. Un milagro al que los argentinos se habían encomendado en silencio, apretando cada vez más los dientes a medida que se iban los minutos, con una fe colectiva que rara vez depositamos en otras causas. Pero la fe, que mueve montañas, no habría alcanzado sin embargo para contrarrestar el desmadre de la entidad que había puesto a esos jugadores en la cancha. Hubo algo más y ocurrió en San Petersburgo. Porque a los milagros hay que ayudarlos. El gol de Rojo llegó porque esta vez los once fueron para adelante y no tiraron la toalla ni siquiera cuando todo parecía perdido. Por primera vez en Rusia, les bajó el alma al cuerpo.

Venían de andar como fantasmas, de devolverse la pelota en una calesita inútil y suicida, de mostrar una pasividad incomprensible, y los queríamos ver luchando por el triunfo, encarando el partido, transpirando la camiseta. Entregándose y jugándose enteros, como cualquiera que sale a la cancha y se respete. Contra todos los pronósticos, en ese partido lo hicieron. Y por eso merecían salir de ese empate absurdo que nos dejaba afuera. De allí la reacción que produjo el gol que cambió el curso de las cosas. Además de gritar goles, la gente necesita volver a creer en la justicia del cosmos. El festejo epifánico que recorrió el país fue, también, una reconciliación con los dioses. Los nuestros habían sembrado y cosecharon. Seguía la fiesta.

Así como en la vida, no siempre hay justicia en el fútbol. Unos minutos antes de que el ubicuo Rojo la embocara con precisión y sencillez, un nigeriano quedó solo frente al debutante Armani. Por un momento el tiempo se detuvo, los corazones dejaron de latir y la moneda giró en el aire. Las gacelas negras habían puesto lo suyo y el partido bien podía ser de ellos. Se fueron de la cancha con una tristeza infinita, porque unos diez minutos antes del pitazo final habían arañado la gloria, pero con la frente bien alta y la dignidad...

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