La estupefacción del jurista ante la crisis

AutorMiquel Àngel Falguera i Barò
CargoJurista laboralista, magistrado de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya

Ocurre, sin embargo, que el jurista, en su introspección, tiende a diseñar su propia teoría del Derecho (personal e intransferible) y a ordenar el mundo conforme a dicha teoría. Por eso el jurista de verdad -no el titulado en Derecho que se dedica a otras cosas, como la política en sentido amplio- vive en un mundo ficticio. Un mundo perfecto. Pero un mundo irreal que nada -o muy poco- tiene que ver con la realidad que le envuelve. Llámenle si quieren “paranoia del jurista”. O, si se prefiere, el conflicto personal de la ética en clave kantiana, la diferencia entre el ser y el deber ser.

El maestro Norberto Bobbio hace tiempo me dio (o, mejor dicho, me di a mi mismo a través de su lectura) una receta milagrosa para superar mis crisis kantianas: “Para quien quiera eliminar los conflictos sociales (y no solamente resolverlos de una manera menos desastrosa que la de la guerra), el ideal de paz jurídica o del orden no es suficiente: tendrá que actuar sobre los motivos de los conflictos sociales sustituyendo por un orden justo el presente orden injusto. La antítesis no será ya la de paz-guerra, en la que se detienen los partidarios del Derecho como orden, sino la de, pongamos por caso, igualdad-desigualdad, de la que parten los partidarios del Derecho como justicia”. Bueno: esas sabias palabras (contenidas en su libro Contribución a la teoría del Derecho) me ayudan en momentos de ataques agudos, pero difícilmente me restablecen la salud mental. Sin ánimo de comparación entre su autor y un servidor -mi egolatría no llega a tanto-, es evidente que el docto turinés era un pensador del Derecho y yo, un simple juez. El podía elevarse por encima de leyes, reglamentos y jurisprudencia y observar más allá; yo aplico, como poder del Estado, leyes, reglamentos y jurisprudencia. Él hacía la teoría abstracta del mañana (de su mañana), yo la práctica del conflicto real del hoy.

Si, además, uno es marxista (lo que ya no es predicable en sentido estricto de Bobbio), es ya inevitable convertirse en una especie de esquizofrénico: mi mundo igualitariamente perfecto (mi deber ser) es sabedor que, en el fondo -en el ser-, mi sustento y mi saber pasan por la aplicación de lógicas e instrumentos de represión sobre los débiles y de salvaguardas de los poderosos, por la violencia de la clase dominante sobre la dominada. Pero, con todo, la enseñanza bobbiana me es útil, en tanto que me lleva a una noción instrumental o finalista del Derecho (como herramienta para conseguir la Justicia con mayúsculas o el orden justo) y me aparta de un concepto abstracto y acausal en el ejercicio de mi disciplina. Sin embargo, no evita que mi “yo” marxista y mi “yo” jurista estén permanentemente a la greña.

Sin duda que el Derecho del Trabajo es un buen refugio para los enfermos mentales como un servidor. O, si se prefiere, una buena excusa para mi mala consciencia roja. Aunque el iuslaboralismo no se escapa del paradigma marxista sobre el Derecho, es probablemente la única disciplina jurídica en la que se plasma con toda su crudeza la lucha de clases, de tal manera que la realidad de la regulación del mercado de trabajo es fruto de las relaciones de fuerzas de ese colosal combate. Matiza mi alter ego marxista: de unas relaciones de fuerza asimétricas en las que el Estado –también desde su vertiente represiva- no es neutro. No se me escapa que es un juego tramposo, en el que el árbitro no es imparcial y en el que las reglas de juego obedecen a los intereses de una de las partes (el empleador), quien, además tiene competencias para ir cambiando a su antojo dichas reglas. Sin embargo, no siempre pierde la otra parte: algunas veces el jugador débil avanza posiciones. Siempre y cuando tenga contundencia y claridad en su jugada y sepa cuál es su siguiente movimiento. Así, pues, cuando más fuertes son los trabajadores, más garantías conquistan. Y viceversa.

Esa partida con reglas cambiantes lleva practicándose más o menos civilizadamente, hace un siglo. Sin duda que el enfrentamiento entre capital y trabajo es muy anterior. Ocurre, sin embargo, que en esa primera etapa el conflicto se dirimía a mamporros, sin normas, sin juridificación (más allá de la directa aplicación represiva del código penal sobre el jugador débil cuando golpeaba más duro). Y las reglas de esa partida secular y formalmente pacífica constituyen mi disciplina.

El Derecho de Trabajo: el más democrático

Es más, hace tiempo que vengo sustentando que el Derecho del Trabajo es la disciplina más democrática. Democrática en el sentido integral, en tanto que se trata de la única vertiente del Derecho en la que la libertad contractual se ve limitada para una de las partes, en función de la concurrencia de elementos igualitarios. A lo que cabe añadir que aún corre por nuestras venas la “vieja” -por olvidada- utopía robespieriana de la fraternidad, como lo demuestra nuestra otra gran institución, la Seguridad Social. Por eso estoy también convencido que el iuslaboralismo es “el derecho de la izquierda”.

Todo ello me ayuda a sobreponerme a las crisis que causan mis enfermedades mentales de origen profesional derivadas de mi ideología: “en definitiva -dice mi yo marxista- soy una especie de infiltrado que práctica el entrismo”. Con mis limitados saberes y mi práctica profesional, aún aplicando normas impuestas por una clase (por un jugador que no deseo que gane), intento –en términos generales, no por supuesto “ad causam” pues, en definitiva, soy juez- que la partida se decante por el más débil. Y, además, matiza mi yo jurista, estoy coadyuvando, aunque sea con una mínima aportación, al progreso de un concepto de democracia integral, en los viejos términos de Platón y Aristóteles, depurados y desarrollados por el humanismo renacentista, la Ilustración, las revoluciones burguesas y la lucha del movimiento obrero. Una democracia integral como fin último que, en sus tiempos, se llamaba socialismo.

Esas excusas, sin embargo, no amagan que cada vez deba consumir más dosis de bicarbonato: mis distintas personalidades se enfrentan todos los días a una realidad que cada vez les es más hostil. Y ello desde hace ya un montón de años (más o menos, los últimos veinticinco, desde el avance de lo que se conoce como neo-liberalismo) La abstracción de los valores del derecho en clave democrática choca cada día más con una realidad -impuesta por la clase dominante- que niega aspectos sustantivos como la igualdad y la fraternidad. Y todo ello significa que cada vez más el Derecho se vaya convirtiendo en una especie de amanuense de doña Economía. Es cierto -así empezaba mis reflexiones- que mi disciplina está sometida a esta última por definición marxista. Sin embargo, uno es hijo de su tiempo. Y verán, yo viví mi etapa formativa inicial (como jurista y como marxista) en un momento en el que el jugador más débil era menos débil. En la que la correlación de fuerzas era otra. En la que el “peligro rojo” había obligado al tahúr...

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