La espía que amó a Fidel Castro (II)
Después del flechazo con Fidel Castro, en La Habana de 1959 y a bordo del crucero que capitaneaba su padre, la joven alemana Marita Lorenz, de sólo 19 años, regresó a Nueva York, donde vivía con el mayor de sus hermanos. A los tres días, Fidel la invitó a Cuba y, siempre según el relato que Marita hace en su flamante libro Yo fui la espía que amó al Comandante, la pareja empezó a convivir en el Habana Hilton. En mayo de 1959 Marita quedó embarazada. Cuando se lo contó a Fidel, "su primera reacción fue abrir mucho los ojos y quedarse callado", pero la tranquilizó diciéndole que todo estaría bien. Avanzado el embarazo y mientras Castro se encontraba de viaje, Marita se descompuso, perdió el conocimiento y cuenta que al despertar se encontró en el hotel, en medio de una hemorragia, sin embarazo ni bebe. Camilo Cienfuegos la envió de regreso a Estados Unidos donde concluyeron que, o le habían practicado un aborto o le habían inducido el parto y quitado al niño. Durante años ignoró el destino de ese hijo.
En Nueva York, Marita se mudó con su madre, Alice, que trabajaba para el ejército estadounidense, y dos agentes del FBI que se turnaban para vigilarla e interrogarla. Con el apoyo de Alice, los agentes fueron convenciendo a Marita de que Fidel era el mal. La infiltraron en grupos de cubanos exiliados, comenzó a traficar armas para los anticastristas y en 1961 la persuadieron de asesinar a Castro con un método "apropiado para una señorita": debía envenenarlo, y él moriría sin dolor. Marita aceptó. Cualquier cosa era mejor que disparar o "clavar un puñal en ese cuerpo que tan bien conocía y que tantos placeres me había dado".
Voló a Cuba con dos pastillas mortíferas escondidas en un pote de crema facial. Mientras esperaba a Fidel en el Habana Hilton descubrió que su arma se había malogrado, y tiró todo por el bidet. Había decidido que no mataría a Castro, sólo le preguntaría por su hijo. El encuentro fue más triste que amargo. Fidel le ofreció su propia pistola para que lo liquidara mientras le decía, como una fatalidad: "Nadie puede matarme". Se abrazaron. Castro le confirmó que el hijo de ambos estaba en buenas manos, que era "un hijo de Cuba" y allí se quedaría. Y le negó a Marita la posibilidad de verlo, aunque también le pidió que permaneciera en la isla. Marita eligió volver y su vida comenzó a desmoronarse.
En Miami, trabajando para el anticastrismo, se relacionó con el ex presidente venezolano Marcos Pérez Jiménez, con quien tuvo una hija...
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