Cómo es la isla de Canadá donde todos los habitantes son socios de un mismo proyecto comercial

Fogo, la isla de la resilencia

Hoy es día de colada. La puerta de todas las casas unen sus ramilletes de remeras, pantalones, calzones y medias que cuelgan como banderines de un club propio. Es que el sol bate alas apenas amanece. Los dos palitos de cada cuerda muerden la tierra hasta atrapar una piedra y abrazarla fuerte. El viento llena las prendas de ausencia. No se sabe bien en qué momento esos broches Ironman se entrelazaron con las telas. Nadie vio a nadie. Sin embargo, ahí están, en la línea de frontera de cada casa haciendo malabares contra el ogro que sopla del polo.

Fogo está en el fondo de más allá de Canadá. Llegar a Toronto, volar a Halifax, llegar a Gander, atravesar la ciudad de un extremo al otro, subirse al ferry para llegar al primer poblado de la isla, Stag Harbor. Allí, volver a atravesar las locaciones para llegar a la que acoge. Ya en mapas del 1600 se la localiza como Bertius Fogo Island o Isla de los Fouges. Desde entonces, las costumbres fueron las mismas: pescar, la vida tribal y la colada los días de sol.

En la casa de Zita Cobb las tres cosas se reverenciaban. Con los dos hermanos varones y sus padres participaban en la pesca artesanal comunitaria, la venta diaria en el mercado local, el desarrollo y cuidado de los recursos necesarios para hacer sustentable ese trabajo, la educación y el núcleo social activo. Y, claro, la colada los días de sol.

El Fogo Island Inn, un hotel 5 estrellas que corona la isla, fue el segundo emprendimiento social y una apuesta inédita al turismo

Zita, Tony y Alan crecían en un suburbio de una isla aislada de la que los propios canadienses desconocían el nombre. Llegada la adolescencia, los tres partieron a Toronto a edificar sus destinos. Egresados universitarios, trabajadores de la industria fármaco-tecnológica, los tres ingresaron en el circuito laboral sin inconvenientes. Los tres se independizaron y cada uno creó su propio emprendimiento. Llegando a los 50, Zita se convirtió en multimillonaria. Mientras el camino del éxito alumbraba a los hermanos Cobb, Fogo agonizaba.

Podría decirse que sus antepasados legaron por el bacalao y se quedaron por él. La cultura originaria era de isleños pescadores de bacalao que trabajaban juntos como familias para ganarse la vida en el implacable Atlántico Norte. La vida comunitaria era, ya entonces, indispensable para la supervivencia. Como un paradigma de constelación familiar, la pesca, que fue el eje de la vida desde entonces, el motor de una vida comunitaria serena, bajo la captura de cardúmenes de manera controlada, autosustentable, con sistemas artesanales que garantizaban la obtención selectiva y reducida de las piezas, sufrió su propio exterminio. Con la llegada de las pesqueras noruegas que deslumbraron con sus espejitos de colores de hiperproducción, la actividad tradicional feneció en menos de un quinquenio. Sin peces o con cardúmenes infectados de químicos o inmaduros, la migración fue una gastroenteritis que dejó moribunda a la isla. Apenas un par de familias decidieron quedarse a agarrar las puntas de la isla contra el piso, como un mantel de picnic en momentos de tormenta.

Zita, por su parte, ya no encontraba desafíos en su quehacer profesional. "¿Cuánto más arriba podía ir? -me relata en el restaurante del Inn 5 estrellas que corona el pueblo-. ¿Por un par más de millones? Estaba justo en el momento en que uno vuelve a sus orígenes. Y los míos estaban muriendo. Era suficiente para mí. Decidí vender mi empresa y volverme a casa, a recuperar el...

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