Al enemigo, ni una embajada: el código del poder

El gobierno y la lógica del premio o el castigo

"Ni a una embajada, ni a trabajar con un intendente". Desde el entorno de la vicepresidenta hicieron saber que esa era la "condena" para el ministro de Desarrollo Productivo, a quien el Presidente acababa de echar por sus críticas a La Cámpora. Parece una línea más de la crónica gubernamental, pero expresa -en realidad- una concepción del Estado y del poder. Lo natural es que un funcionario nunca se quede sin "conchabo"; las embajadas se han convertido en un "premio consuelo" de la política, y un cargo en un municipio solo se le niega al "enemigo". El que discrepa corre el riesgo de ser desterrado de la función pública; el que se alinea sabe que nunca le va a faltar un cargo que lo cobije.

La reacción que ha provocado el despido de un ministro aparentemente rebelde desnuda la idea , enquistada en el oficialismo, de que "los cargos son para los amigos". El mensaje es claro: la lealtad vale más que la capacidad. De ahí nace una opción extremadamente sectaria con la que el kirchnerismo parece haber doblegado al peronismo: "esclavo o enemigo". Son pocos los que logran escapar de esa trampa que, según reconocen importantes figuras del peronismo tradicional, funciona de un modo implacable y empieza a provocar, hasta ahora en forma subterránea, un incipiente drenaje de militantes y dirigentes hacia otros espacios políticos. Tal vez sea necesario analizar esta cultura para comprender el deterioro del Estado en todos los niveles. Y para entender, incluso, la psicología del poder.

La advertencia al "desterrado" parte de la suposición -muy fundada, por cierto- de que ningún funcionario quiere volver al llano, como si no hubiera un destino mejor que el Estado. La idea de la alternancia, de la transitoriedad y de la función pública como un servicio limitado en el tiempo es extraña para una cultura que concibe al poder como privilegio. Un ministro o secretario que cumple su ciclo tiene "derecho" a ser reubicado, salvo que saque los pies del plato.

Desde esa concepción, la administración pública se maneja como un sistema de premios y castigos . Los cargos no implican un sacrificio, sino un reconocimiento; no son una exigencia, sino una retribución. Las consecuencias no son abstractas, sino concretas y cotidianas: hacen que el Estado resulte cada vez más inoperante y su capacidad de gestión se devalúe hasta niveles grotescos. Al Gobierno lo supera cualquier desafío: le falta capacidad para elaborar un pliego...

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