Emilia, o el abrigo de la infancia

Cada vez que regresa a casa volvemos la vista atrás. La vemos entonces en el dormitorio de nuestros hijos, acunándolos con un leve balanceo del cuerpo y en los labios una tierna canción que los abriga; la vemos echándoles agua tibia en los cuerpitos frágiles a la hora del baño y leyéndoles un cuento bajo la tenue luz de la lámpara; la vemos corriéndolos entre risas en la plaza y preparándoles más tarde la papilla o una chocolatada, y luego limpiándoles el rostro embadurnado de leche mientras los reprende de modo cariñosamente teatral. Cada vez que regresa -ahora tan sólo un puñado de horas, para compartir el almuerzo o la merienda- nos provoca una punzada en el corazón y un nudo en la garganta porque ella -Fidelina, ése es el nombre del abracadabra que produce este encantamiento- nos trae la memoria de la infancia de nuestros hijos.

Algunos años después de que llegase a casa, el azar y las mejores recomendaciones quisieron que viajase a Europa, llevada por una familia francesa que tenía dos hijas. Pero cada vez que vuelve a Buenos Aires, viene a vernos -a veces con alguno de sus pequeños hijos- y asiste con gestos de asombro y ruidosas palabras de admiración al crecimiento de los dos muchachitos a los que hace algunos años cargaba en sus brazos. La recibimos entre besos y numerosas muestras de afecto, y recordamos los viejos tiempos con complicidad, pero siempre sentimos que no hay manera de agradecerle del todo lo que ha hecho por nosotros ni de hacerle saber lo importante que ha sido (y sigue siendo) en nuestras vidas.

Cuando la recordé una de estas mañanas, quién sabe por qué motivo -el albur de la memoria: un objeto, una palabra oída en plena calle, una canción que suena en la radio y de pronto nos sobrecoge de emoción-, me vino a la memoria Emilia, la obra de Claudio Tolcachir que cuenta el reencuentro de un hombre maduro con la mujer que lo cuidó en la niñez. Conversé con el dramaturgo un tiempo después de sentirme conmovido hasta las lágrimas por esa historia. Cuando concluyó la entrevista y se apagaron las cámaras, me contó un suceso tan extraordinario como la obra misma. Cierta tarde de hace muchos años, me dijo, fue a buscar a su vieja niñera en un auto para llevarla hasta la casa de Escobar donde iba a celebrarse el cumpleaños de un hermano mayor. Ella pasó buena parte de ese largo viaje relatándole historias antiguas con inesperada precisión, y mientras las escuchaba él hizo un viaje a un pasado entrañable pero siempre...

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