Einstein sonríe en un pliegue del tiempo

No me gustan aquellas historias en las que, sobre el final, aparece una revelación inesperada que cambia drásticamente la lectura de los hechos. Veo el engaño, la carta marcada que el autor guarda bajo la manga y suelta como golpe de efecto, y esa sensación de haber sido manipulado me aleja del relato. Pero a veces el recurso funciona.

Recuerdo mi conmoción cuando, una de esas tardes interminables de mi infancia en las que me sentaba frente a la TV, seguí con angustia la peripecia de un desesperado Charlton Heston que escapaba de sus perseguidores a través de una playa en la que de pronto descubre, olvidados entre el mar y la roca, los restos despedazados de la Estatua de la Libertad. Una imagen que lo cambia todo: aquel mundo de pesadilla al que había llegado con su nave espacial después de una larga travesía no era otro que la Tierra, ahora devastada, en la que los hombres habían sido reducidos a la esclavitud. Al surcar el espacio a la velocidad de la luz, en realidad había navegado en el tiempo. Estaba en el mismo lugar del que había partido, pero había viajado al futuro. Y el futuro de la humanidad era eso. Aquella desolación. Estoy hablando de la versión original de El planeta de los simios, claro, que apeló a las vagas nociones que el espectador medio tenía entonces de una teoría que unas décadas antes había revolucionado nuestro modo de entender el cosmos.

La teoría de la relatividad de Einstein cumple un siglo en estos días y, según dicen los entendidos, mantiene toda su lozanía. Yo, que hace rato he dejado de ser un niño, mantengo por ella toda mi fascinación. Y lo hago desde la precariedad de mis vagas nociones, tan lozanas como entonces, aunque ahora despojadas de inocencia. Si el final de El planeta de los simios encarnó para aquel chico los principios que el genio condensó en su fórmula, con los años las vías de acceso al misterio de la relación espacio-tiempo se volvieron más sutiles. Pero esos chispazos de comprensión intuitiva vinieron siempre de la mano de la experiencia y el arte, y no de la ciencia, a cuyos abismos no me he asomado.

Una lindísima nota de Javier Sampedro publicada hace unos días en el diario El País avala de algún modo esta aproximación poética, y acaso sacrílega, al enigma de la relatividad. Allí se cuenta que Einstein partió "menos de los datos que de la intuición, menos del conocimiento que de la imaginación", y por ese camino llegó a una teoría reconocida como la más bella de la historia de la...

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