El dueño de la mímica, el hombre de los mil gestos

Permítanme que sólo hable de las caras de Daniel Rabinovich, de su potente gestualidad. De lo mucho que decían sus expresivos músculos faciales antes de siquiera abrir la boca.

El de Rabinovich no era un rostro común, pero tampoco se podría afirmar que era irrepetible. Sin ir más lejos, durante las últimas décadas no pude sacarme de la cabeza que, apenas maquillado, podría haber sido el mejor protagonista de una película sobre el padre de la democracia actual, Raúl Alfonsín. Lástima que sólo se me ocurrió a mí y no soy director de cine.

También cuando Daniel fue entrando en años, dejó por el camino la barba y sus bigotes perdieron las puntas y se volvieron más espesos hasta cubrir toda su comisura, no pocas veces me pareció que encarnaba en él algo del inspector Clouseau.

Pero fuera de esas dos celebridades, a Rabinovich le sobraba con qué representarse a así mismo, con firma de autor, una individualidad potente que sumaba, y mucho, a ese cerebro y corazón colectivo que es ese artefacto imprescindible y milagroso llamado Les Luthiers.

Si Marcos Mundstock aporta como formal maestro de ceremonias y se apoya fuertemente en la palabra, Daniel podía convertirse en su preciso contrapunto gestual: su mirada, el manejo de las cejas, el vértigo de su boca. Habría triunfado, sin dudas, en el cine mudo.

La caricatura de la ira, el desasosiego y la ignorancia disfrazada de precaria soberbia se dibujaban perfectamente con dos o tres trazos de su cara...

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