Las dos caras de la rutina

La rutina tiene mala prensa. En un mundo que se aburre de todo enseguida, el cambio es una obligación. Está mal visto transitar por un camino conocido. La publicidad y los gurúes del marketing asocian el éxito con la voluntad de probar cosas nuevas, distintas, originales, y esto, en el espíritu de la época, vale tanto para la vida personal como para la corporativa. Estamos llamados a ser "creativos", un concepto que migró desde el terreno de las artes a la vida de la empresa y a los libros que se proponen ayudar a vivir. Más allá de esta apropiación, esto no está mal, siempre que reconozcamos que la creatividad y el espíritu de aventura no terminan en cambiar el color del pelo dos veces al mes o en comprar un pasaje a la isla de Bali en la misma agencia que nos vendía la semana all inclusive en las Cataratas.

Puede que el mundo sea cambio. Sin embargo, está sostenido por las rutinas. Lo sabe el músico, que durante su formación debe hacer escalas y ejercicios varias horas por día para llegar a tocar, alguna vez, el concierto para violín de Chaikovski o cualquiera de las sonatas para piano de Beethoven. En mi caso, confirmé esta presunción durante este verano, mientras, sin proponérmelo, empecé a seguir una rutina que resultó tan placentera como productiva.

A principios de febrero pasé unos días con mi familia en un apartamento en Mar de las Pampas. Simple, cómodo, bien puesto, me gustó enseguida. Era el segundo piso de un apartamento de dos, y tenía un deck que balconeaba sobre el bosque. Allí me instalé la primera mañana, bien temprano, mientras mi mujer y mis hijas dormían, a corregir una historia larga. Al día siguiente hice lo mismo: me senté ante la mesa de madera con mi carpeta y mi café, para trabajar una hora y media o dos, hasta que los demás despertaran. Y así seguí hasta el último día. Avanzaba con el texto que tenía entre manos, ésa era la idea, pero al mismo tiempo los beneficios de esa rutina iban más allá, al punto de que sin ella el día me habría parecido incompleto.

Trabajaba concentrado, y cada tanto alzaba la vista de la página. Desde el balcón, a medida que el sol ascendía, veía cómo la luz se iba filtrando en el bosque. No hay rutina más sostenida y predecible que la del sol. Sin embargo, cada mañana esa persistencia tomaba una forma diferente. Bastaban un par de nubes para que cambiaran la intensidad y el color de la luz entre los pinos. O bastaba que el ojo, sin intención alguna, se posara sobre un grupo cualquiera de...

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