Algo doloroso está pasando en la calle

Un simpatizante kirchnerista entra en el vagón del subte y va repartiendo un panfleto: parece que Macri es una mezcla de Videla y Martínez de Hoz. Todos los pasajeros aceptan el libelo por cortesía o por curiosidad. Uno, sin embargo, lo rechaza. Entonces el repartidor lo hostiga, desafiante, y el aludido responde con dureza. No es un debate ideológico, sino un electrizante cruce de acusaciones e insultos. Una cosa lleva a la otra, y de pronto el vagón es un ringside: los púgiles se lastiman en medio de un tornado de ademanes y griterío. Esta anécdota la cuenta, un tanto espantada, una dentista de Caballito que fue testigo directa y también que debió borrarse de Facebook, porque toda su comunidad era filokirchnerista: nunca hasta ahora hubo el menor problema, porque ella callaba su opinión (ni siquiera es macrista), pero cuando se atrevió tímidamente a alegrarse porque el pueblo había elegido una alternancia, le saltaron a la yugular con admoniciones feroces y la trataron de egoísta, traidora e imbécil. La calle está llena de estas escenas agresivas: los votantes del frente Cambiemos no tienen siquiera el derecho a la alegría y quienes optaron por el Frente para la Victoria pero ven con buenos ojos las primeras medidas y gestualidades dialoguistas de Macri tienen que meter violín en bolsa para no ser estigmatizados y para que en la mesa familiar no se arme la de San Quintín. La grieta, lejos de ceder, recrudeció.

El manual del populismo autoritario plantea la necesidad de quebrar decididamente a la sociedad con una dicotomía de hierro: patria y antipatria. El kirch-nerismo lo hizo, pero su propio aislamiento fue acorralando lentamente a los hostigadores, que ya sólo eran una minoría intensa. Muchos otros ciudadanos independientes, que ni por mucho son fanáticos (miles de ellos eran incluso apolíticos), se subieron sin embargo a la campaña del miedo; algunos para poder votar a Scioli tuvieron que creer íntimamente que Macri era Hitler. Y lo siguen creyendo. La inédita experiencia del ballottage polarizó a la ciudadanía como nunca antes. En otro país, al triunfo de una de las partes le habrían continuado tres meses de transición pacifista y de digestión humana. Pero aquí se pasó de la trinchera a la gestión en un relámpago y con señales de intolerancia institucional, y entonces hubo una plaza de la tristeza y otra plaza de la felicidad en menos de 24 horas. Los ganadores ofendían con su dicha a los perdedores, que viraron de la campaña del...

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