El día en que saltamos de un país a otro

No habrá en el año dos días más distintos entre sí que el miércoles y el jueves pasados. Como peras y manzanas no se mezclan, cada fruta tuvo su jornada. Así, lo que debió ocurrir en simultáneo -una despedida y una bienvenida- acabó dándose en forma sucesiva. El sainete del traspaso de mando, banda y bastón incluidos, habrá alcanzado ribetes grotescos, pero tuvo su razón de ser. Ese desencuentro histórico, acaso inevitable, habilitó el único modo en que podía tramitarse una transición que cifraba mucho más que un cambio de gobierno. Saltamos, una noche y un presidente cautelar mediante, de un país a otro.

En el país del miércoles, la Cenicienta tuvo su fiesta. Y la aprovechó junto a la multitud reunida en la Plaza. Levantó una vez más, a fuerza de su palabra, el reino de la fantasía. Entre arengas, gritos y llantos, la magia parecía intacta. Sin embargo, con una sombra en la mirada, con cierta vacilación en la voz, la dama revelaba a su pesar lo que hasta allí no había podido admitir: la magia, lejos de ser eterna, como una vez se la juzgó, acabaría sin remedio a medianoche. Todas las fiestas son agridulces, pero ésta era el mejor ejemplo.

De cualquier modo, no faltaron los que leyeron, en esa agónica celebración, otro triunfo de la gran estratega que tuvo a los argentinos en un puño durante ocho años. Como un matador que no perdona, aprovechaba el penal que el gobierno entrante le había regalado al judicializar la disputa para ganar el centro de la escena y empezar a liderar la futura oposición. Yo creo que la cosa es más básica. En la guerra del bastón la movía el capricho, al que se aferró con la madurez emocional de un chico que no quiere soltar el juguete. Nadie le va a negar astucia política. Pero para mí lo que ha primado siempre es el arrebato temperamental. La táctica viene después. La fuerza de persuasión y el miedo que ha inspirado la ex presidenta residen en la desmesura de su carácter.

Eso es lo que se comprobó, por si hacía falta, el miércoles. El miedo podía adivinarse en muchos de los gobernadores y funcionarios que, como siempre, cumplían con su rol de aplaudidores mientras la expresión de su rostro decía que hubieran preferido estar muy lejos de allí. La fuerza de persuasión la desplegó ante sus militantes. En la Casa Rosada, con excepciones y matices, prevaleció el cinismo. En la Plaza, el fanatismo. En suma, en su último día en el poder, Cristina Kirchner y los suyos se mostraron tan iguales a sí...

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