Desvelada. Cápsulas del tiempo en el fondo del mar

Entre perlas y ostras transcurren delicias culinarias, lentos procesos minerales e historias que reclaman ser contadas

Hay quienes afirman que si se pudiese condensar el sabor de esos piletones rocosos que se forman cuando baja el mar (con algas y granos de arena acumulados en el fondo), el gusto sería el de una ostra. Para el poeta francés Léon-Paul Fargue comer una ostra fue como besar al mar en los labios.

Mi padre agarra una entre los dedos y le tira unas gotas de limón. No me animo a ver muy de cerca qué es lo que sucede, pero algo pasa, algo se mueve. ¿O lo imagino? Me mira, abre la boca grande y haciendo un ruido que estoy bastante segura que no pueden ser buenos modales se traga su primera ostra. Ya me mostró la coreografía básica como la maestra de ballet que marcaba los dos o tres pasos a seguir, un poco relatándolos y otro poco con los movimientos, esperando que con eso los reproduzcamos en el centro del salón. Después de tragar hace un sonido muy parecido al placer y creo que exagera su entusiasmo revoleando sus ojos y fingiendo que se ha quedado prácticamente mudo del éxtasis. Porque siempre se sabe que apagando un sentido los otros se encienden y potencian. Con ese show se supone que el próximo movimiento del pas de deux es mío. No solo deberé agarrar la ostra y comerla con corrección, sino que se esperará que frente a semejante manjar tenga una reacción casi en espejo.

Yo era bastante menor que la poeta Anne Sexton cuando probó su primera ostra y su experiencia fue mucho más romántica que la mía, tanto que escribió al respecto: "Hubo una muerte/la muerte de la infancia/ ahí en Union Oyster House/ porque yo tenía quince años/ y estaba comiendo ostras/ y la niña fue derrotada./ Venció la mujer".

Un pedazo de océano, algo sensual y delicado que estalla en el paladar con sabor a mar, con notas minerales que varían de un tipo a otro pero que indefectiblemente hacen que los ojos se cierren para disfrutarlas mejor

Me acerco la ostra. El borde rugoso me toca los labios y sin querer roza apenas uno de mis dientes (ya sabemos cómo resuena en los oídos cualquier cosa que suceda en la boca) y hago ese efecto de succión que intuí hizo mi padre y que fue lo que en definitiva logró atraer al animalito baboso a su paladar. Durante el proceso me pregunto si el bicho no estará enganchado a la concha, como los mejillones a la provenzal que hay que desprender un poquito, y si además no me tragaré una perla en el proceso.

Un pedazo de océano...

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