Debía ser ayer, podría ser nunca

Pasaron 31 años, pero John McEnroe sigue recordando, cada vez que la primavera parisina regresa, que un día dejó pasar una oportunidad que jamás volvió. Lo mismo le sucede a Stefan Edberg, que cinco temporadas después de que el estadounidense se derritiera ante Ivan Lendl en la cancha central de Roland Garros hizo lo propio frente a Michael Chang.

McEnroe y Edberg son ilustres miembros del club de los tres cuartos, aquellos que ganaron tres de los cuatro grandes y se quedaron a las puertas del último pese a intentarlo e intentarlo.

Djokovic quiso ayer ser como Donald Budge, Fred Perry, Rod Laver, Roy Emerson, Andre Agassi, Roger Federer y Rafael Nadal, pero sigue siendo como McEnroe, Edberg o Ivan Lendl. Los tres sucumbieron cuando sólo les faltaba una victoria para completar el recorrido que va de Melbourne a Nueva York y pasa por París y Londres. Lendl, Edberg y McEnroe son una compañía de lujo, pero en la noche del sábado el serbio soñó con algo muy diferente.

Hay días que llegan, se van y nunca vuelven. Djokovic trabajó los últimos tres meses con un objetivo entre ceja y ceja: ganar por fin el Abierto de Francia para sumarlo a sus cinco Australia, sus dos Wimbledon y el solitario US Open. Por eso se entrenó ajustando cada detalle, por eso pasó por alto Madrid. Quería llegar a París con la combinación ideal de fuerza física y mental. Y lo logró, claro. Hasta que lo abrumó la final.

Podría pensarse que estuvo más cerca de conquistar el título en aquellas finales de 2012 y 2014 ante Nadal, pero el español era por entonces inabordable sobre polvo. Ayer, con todo el mérito y jerarquía de un jugador de excepción como es Wawrinka, el que debía ganar era Djokovic.

¿Lo perjudicó haber jugado tres días consecutivos? Sí. ¿Pesaron mucho más los nervios por tener el sueño al alcance de la mano? Claro que sí. También el haber aplastado a Nadal y verse tan cerca de la meta.

Mientras...