El cuadro que nos mira, más que una anécdota sobre el célebre molino de Van Gogh

Detalle de "Le moulin de Galette", de Vincent Van Gogh, una de las obras más visitadas del Museo de Bellas Artes

Habrá sido hacia mediados del siglo XIX cuando se generalizó, sobre todo en Francia, el pasatiempo del tableau vivant , el "cuadro viviente". Funcionaba así: un grupo de personas recreaban un cuadro, la disposición de sus figuras. Había también poses plásticas, una posibilidad más simple en la que un actor imitaba una escultura. Era pura frivolidad social y de entrecasa. En todo caso, el nombre resultaba de por sí bastante equívoco; más que un "cuadro vivo", era una distracción como de mimos: seres vivos en pose de cuadro. Con todo, vale la pena retener esta presunción del "cuadro viviente", aunque en un sentido interior, no exterior. Una obra de arte −en este caso, una pintura− está viva no solamente porque está ahí , sino sobre todo porque sigue cambiando, si bien su materialidad (la superficie del lienzo, la pincelada, el color, los contornos) persista inalterada.

Le Moulin de la Galette , de Vincent van Gogh , es una de las piezas más visitadas del Museo Nacional de Bellas . Pero no es la fama la causa para detenerme en ella, aun cuando de todas las pinturas que Van Gogh hizo de ese molino de Montmartre, esta de Buenos Aires sea la que prefiero. No, la causa no es artística, o lo es de una manera impremeditada y lateral.

Tendría yo doce años y mi padre, terminada una visita al Bellas Artes, me compró una postal de Le Moulin de la Galette . Al volver a casa, la puse debajo del vidrio de mi escritorio y ahí quedó, al lado de otras pocas imágenes, por lo menos durante diez años. Diez años en los que no podía sino mirarla, la mayoría de las veces sin atención, es cierto, pero algunas otras detenidamente.

Con visibles signos del paso del tiempo, la postal de "Le moulin de Galette" que el autor atesora debajo del vidrio de su escritorio; fue un regalo de su padre

Durante esos diez años, la pintura dejó de ser la que había sido el primer día , aunque, claro está, siguiera siendo la misma para cualquier observador. Para mí, por el contrario, cambiaba continuamente en el interior de una permanencia.

Sabemos que Van Gogh no pintó el molino en sus meses más sombríos (¿y cuáles no lo habrán sido?); sin embargo, aun contra esa evidencia, el cuadro se me fue coloreando de melancolía, cargándose de una inminencia más bien aciaga.

Además, entre el molino, los dos personajes de la parte inferior (un hombre y una mujer, casi sin rostro, abrazados) y la silueta a contraluz de una pareja en el fondo había una historia desgraciada. Descubrí esa historia al leer el quinto acto de la segunda parte del Fausto , de Goethe. Ya ciego y esclavo del progreso como cuadra a todo héroe moderno, Fausto se obsesiona con ganar terrenos al mar. Sin embargo...

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