De la crítica a la cárcel a la crítica de las alternativas
Autor | Por José Daniel Cesano |
Cargo | Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Córdoba). Profesor invitado de la Cátedra de Derecho Penal I (Parte General) en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Codirector de la revista Ley, Razón y Justicia |
* Conferencia pronunciada por el autor el 27 de septiembre de 2001 en el marco de las actividades programadas para conmemorar el 10º aniversario de la creación de la Cátedra de Criminología, en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Este trabajo se publica simultáneamente en la Revista electrónica de Ciencias Penales y Criminología - Granada (sitio web: http://criminet.ugr.es/recpc).
Entre los postulados de una política criminal alternativa ocupa un lugar preponderante la siguiente tesis: la necesidad de buscar una "contracción" del sistema penal. Claro que, cuando nos referimos a este concepto, no queremos significar una verdadera "superación" del derecho penal1 sino, más bien, lo que, con toda precisión, describe Alessandro Baratta como una "[...] contracción y superación de la pena antes de superación del derecho que regula su ejercicio"2.
El propósito de la presente contribución se orienta, precisamente, a describir cómo surge este postulado y si, en caso de que la respuesta fuese afirmativa, se ha proyectado en las manifestaciones de nuestro sistema penal positivo, y en qué medida.
Metodológicamente, es conveniente precisar cómo abordaremos el objetivo trazado:
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En primer lugar, comenzaremos por analizar una de las principales respuestas que, frente a la crisis de las penas privativas de la libertad, encontraron desarrollo en la política criminal europea a partir de la década de los setenta. Nos referimos, concretamente, a las reacciones penales sustitutivas de la prisión.
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En segundo lugar, abordaremos las críticas formuladas a la orientación de los sustitutos de la pena privativa de libertad, esforzándonos en puntualizar no sólo algunas de las razones de estas críticas, sino también las respuestas diseñadas a partir de esa nueva concepción.
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Por fin, trataremos de vincular estos desarrollos con nuestra realidad legislativa más reciente, intentando auscultar el grado de aceptación de aquellos en ésta.
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Las alternativas frente a la pena privativa de libertad
Los primeros años del último tercio del siglo XX fueron testigos de una crisis doctrinal generalizada de la pena de privación de la libertad. Obviamente, no es este el ámbito -por elementales razones de extensión- para ocuparnos del desarrollo de los distintos factores que llevaron a esta crisis. Por eso, nos limitaremos solamente a enunciarlos3:
· Las penas de prisión constituyen un fracaso histórico: no socializan. Ello ha sido demostrado a partir de las investigaciones sociológicas desarrolladas desde el enfoque del interaccionismo simbólico, que ha aportado valiosos datos al respecto. En tal sentido, los trabajos desarrollados por Erving Goffman4 y Donald Clemmer5 han puesto de manifiesto los efectos deteriorantes de las instituciones totales6.
· Por otro lado, es dable advertir que las prisiones no sólo constituyen un perjuicio para los reclusos, sino también para sus familias; especialmente cuando el internamiento representa la pérdida de ingresos económicos del cabeza de familia.
· Asimismo, y sobre todo respecto del ámbito de la criminalidad no grave, a la víctima del delito no le importa -o no le importa primordialmente- la respuesta carcelaria que ofrece el sistema penal; observándose ciertas tendencias a una preferencia por construir la respuesta frente al delito a partir de consecuencias que no signifiquen -como ocurre en el modelo del derecho penal convencional- la internación de quien delinquió.
· Otro aspecto que ha coadyuvado a la crisis actual viene dado por la falta de interés social por el problema de las prisiones. Apatía que no se limita al ámbito del ciudadano común sino que -lo que es mucho más grave- se extiende a quienes tienen a cargo la conducción del Estado. En tal sentido, y más allá de loables excepciones, es patente la falta de voluntad política de los Estados para cumplir sus propias (y buenas) leyes de ejecución7 y sus propios compromisos internacionales en materia de sistemas penitenciarios. En este ámbito, tanto el derecho penal como el derecho internacional pertenecen, al menos parcialmente, al ámbito del derecho simbólico, promulgado para dar la apariencia de que el Estado o la comunidad de Estados asumen la función de defensa de la sociedad que la propia sociedad reclama.
· Por fin, al lado de estos cuestionamientos, observamos una crítica no menos profunda. Nos referimos, más concretamente, a la concepción que censura la denominada "ideología del tratamiento" por considerarla como un mero "conductismo", una manipulación de la personalidad del interno, una negación de sus derechos y libertades fundamentales, donde el sistema normativo de los Estados asume una postura más bien propia de una moral autoritaria, que de un ordenamiento jurídico democrático. Esta crítica fue muy bien captada desde los inicios mismos de la orientación político-criminal que, desarrollada al amparo de la crisis de la prisión, postuló la formación de un nuevo sistema de reacciones penales. Así, el Comité Nacional Sueco para la Prevención del Delito, en julio de 1978, produjo el informe Nº 5, que lleva por título, precisamente, "Un nuevo sistema de penas. Ideas y propuestas". Allí, sobre este tema, se dijo que "[...] las críticas contra la idea del tratamiento no suponen una oposición al tratamiento como tal, una negativa a suministrar a los delincuentes servicios y tratamientos de tipo diverso. Lo que, ciertamente, no es justificable, es fundamentar la concreta intervención penal elegida en una supuesta necesidad de tratamiento. Lo que, desde luego, se permite, e incluso es necesario, es que, al intervenir penalmente, se le ofrezca al delincuente, en la medida en que sea posible, el servicio o tratamiento que pueda precisar. Quizá de este modo puedan lograrse ciertos resultados rehabilitadores, en especial si, de acuerdo con el delincuente, se establecen diversas formas de ayuda social. Pero este argumento no justifica la obligación de la realización de tales ofertas. Los individuos sometidos en la actualidad a las sanciones penales más completas son, con frecuencia, personas no privilegiadas en muy distintos sentidos [...]"8. Dicho en palabras de Francisco Muñoz Conde: "[...] el tratamiento [...] es un derecho que tiene el afectado por él, pero no una obligación que pueda ser impuesta coactivamente. El deber de someterse a un tratamiento implica una especie de manipulación de la persona, tanto más cuando este tratamiento afecte a su conciencia y a su escala de valores. El 'derecho a no ser tratado' es parte integrante del 'derecho a ser diferente' que en toda sociedad pluralista y democrática debe existir. Si se acepta este punto de vista, el tratamiento sin la cooperación voluntaria del interno deberá considerarse simple manipulación, cuando no imposición coactiva de valores y actitudes por medio de sistemas más o menos violentos. El tratamiento impuesto obligatoriamente supone, por tanto, una lesión de derechos fundamentales reconocidos en otros ámbitos"9.
Frente a esta crisis de las penas privativas de libertad, comenzó a desarrollarse, primero en Europa y luego, con suerte dispar, en nuestra región, una orientación político-criminal caracterizada por la búsqueda de sustitutos penales que permitieran una utilización más acotada y racional de las penas privativas de libertad. Esta búsqueda de sustitutos penales para la prisión asumió, en síntesis, dos formas básicas de manifestación:
· La primera consistió en lo que Luis Cousiño Mac Iver describiera como la intensificación del uso de sanciones ya consagradas en los catálogos represivos, ora a través del incremento de su conminación en los tipos de la parte especial, ora estableciendo cláusulas de preferencia respecto de esas sanciones y en detrimento de las penas de encierro10. Un muy buen ejemplo de esta tendencia lo constituye lo que ocurrió con la pena de multa. En tal sentido, a partir de la 2ª ley de reforma al Código Penal Alemán (de la entonces República Federal), sancionada el 4 de julio de 1969 (pero en vigencia a partir del 1 de enero de 1975), el legislador estableció lo que Jescheck11 denomina una regla de prioridad a favor de la pena de multa. En tal sentido, el parágrafo 47, apartado II, 1ª disposición12, de dicho texto legal expresa: "Cuando la ley no imponga ninguna multa y no se contemple una privación de libertad por seis meses o más, el tribunal impondrá una multa, cuando no sea indispensable una privación de libertad de acuerdo al apartado I". Igual orientación se observa en la legislación penal austriaca, según el Código de 1974 (parágrafo 37), y en la de Portugal, a través de su texto de 1982 (art. 43.1)13.
· Pero, junto con esta orientación, también comenzaron a tomar fuerza sanciones que -al menos al momento en que se producía tal debate- no aparecían como formas convencionales de reacción penal. Tales sanciones se caracterizaron por afectar bienes jurídicos diversos a la privación de la libertad ambulatoria, o bien, aun cuando limitaran esa libertad, por no hacerlo con la intensidad que caracteriza a las penas de encierro tradicionales. Es así que, por ejemplo, en el ámbito jurídico del derecho penal inglés, tuvo un impulso vigoroso la pena conocida como "community service". En Inglaterra, esta sanción se configura en la actualidad como pena autónoma, aunque -como lo recuerda Bárbara Huber- "[...] inicialmente se incorporó a la legislación (en 1972...) como alternativa a la corta pena de prisión"14. Las características de esta sanción, en aquella legislación, pueden sintetizarse de la siguiente manera: "Consiste en que el autor es condenado a la prestación de determinados servicios durante un período que oscila entre cuarenta y doscientos cuarenta horas, siendo necesario...
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