'La cocinera de Frida': recetas, tradiciones y secretos de una familia mexicana

Frida Kahlo

Buenos Aires, agosto de 2018

Mi abuela era experta en muertes ajenas. La relación íntima y hasta carnal que los mexicanos tienen con el arte de morir la ponía en un lugar de autoridad para la materia. La contentaba nombrar a la muerte con apodos burlones, como si con eso la ofendiera o pudiera alejarla: la huesuda, la chingada, la parca, la pelona. Pero sus estrategias no alcanzaron para frenar lo inevitable.

—Me estoy quedando fuera de la fiesta, mi niña —murmuró en cuanto apoyé mi mano sobre la suya. Su voz potente había perdido intensidad hasta convertirse en un hilo de sonido pequeño y gastado—. La huesuda está cerca, ya la he visto. ¿No la hueles?

"La cocinera de Frida", de Florencia Etcheves

El ambiente olía a cítrico. En la mesa de noche, un frasco de vidrio lleno de agua, rodajas de naranjas y pedazos de jengibre despedían un aroma que me llevó a las tardes de mi infancia, a esas horas sentada frente a la mesa de la cocina de mi abuela siguiendo sus instrucciones precisas: cortar limones y toronjas en pedazos bien finitos, armar mezclas de romero, laurel, tomillo y menta en montañitas no mayores a la palma de mi mano, y triturar en el mortero de piedra varas de vainilla y canela hasta que apenas sean un polvo tan volátil como la arena. La alquimista que me había enseñado a fabricar aromatizantes naturales estaba en la cama, recostada entre almohadones con fundas blancas y cubierta hasta el pecho por una de esas mantas de lana color morado oscuro, que uniformaba cada cama del geriátrico.

—Espero que la marcha sea feliz, y esta vez espero no volver —insistió. No supe qué contestar. Me limité a apretar fuerte la mano huesuda que el tiempo había desgastado hasta dejarla del tamaño de la de una niña y clavé los ojos en un frasco de crema que estaba junto al aromatizante de naranjas. Lo abrí con cuidado y hundí los dedos en la pasta blanca; con la mano libre, retiré la cobija morada y le levanté despacio el camisón.

Las piernas de mi abuela mantenían su antigua forma y tonicidad. Ella siempre decía que tenía piernas de bailarina y nadie se atrevía a negar semejante verdad. Los años habían decolorado su piel morena; las venas que habían logrado mantenerse ocultas empezaron a notarse hasta formar un diseño similar al de un mapa surcado por ríos finitos que iban desde los tobillos hasta los muslos, cruzando por los costados de las rodillas. Seguí el recorrido de las venas, dando pequeños toques de crema suavizante. Cuando las...

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