Clase media. La odisea de los que caen en la pirámide y se aferran a una esperanza

La historia de la clase media argentina en las últimas dos décadas podría ser una remake de la novela Lo que el viento se llevó. Solo que en vez de tratarse de la supervivencia en la guerra civil estadounidense, giraría en torno de lo que cada crisis le fue quitando a la identidad del grupo social: lo que cada crisis se llevó.

Los cambios en patrones de consumo de los últimos 10 años avanzan. Las familias compran segundas marcas buscando ahorrar, reducen el servicio doméstico y no cambian el auto. Postergan los arreglos de sus casas, no reemplazan la luminaria ni pintan las paredes. Invierten menos en actividades recreativas o culturales. Desplazan los servicios médicos a una prepaga más económica o la resignan. Tratan de mantener a sus hijos en la escuela privada, pero se van a una más accesible o directamente migran a la educación pública.

Definir quiénes componen la clase media y cuántos son no es simple. El Indec sola publica los hogares "no pobres", pero no evalúa periódicamente la composición de los escalones de la pirámide. Según diversos especialistas, la clase media está integrada por quienes registran ingresos por encima de la canasta básica total, adquirieron un buen nivel educativo y tienen acceso a una vivienda, aunque ningún factor es absoluto. La cantidad de personas "no pobres" en la Argentina fue 17,1 millones en el segundo trimestre del 2021.

Solo durante 2020, el Banco Mundial calculó que 1.700.000 personas de clase media cayeron en la pobreza. "Desde 2011 a la fecha se perdió a cerca de un 20% de la clase media. Además, todo el fragmento se volvió más pobre y, por dentro, hay un gran grupo en situación vulnerable", sintetizó Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social de la UCA.

Aunque han perdido, los segmentos socioeconómicos se amalgaman con mucho más que tan solo una línea de ingreso familiar. El pegamento que une la construcción idílica de la clase media no tiene que ver con las finanzas; por lo contrario, está compuesta de creencias intangibles: una eterna aspiración de progreso y una coincidencia en la filosofía de vida que las familias se resisten a dejar ir, pese a lo que les fue arrebatado.

Rafael es propietario de un comercio en CABA, donde hace casi cuatro décadas se dedica a la joyería y la relojería. Durante una entrevista con LA NACION , ingresó un cliente de aproximadamente 40 años al negocio y preguntó cuánto costaba cambiarle la pila a un reloj de muñeca. Era plateado y de marca japonesa. Rafael lo examinó y le indicó que saldría $600 pesos. "Uh, dejame pensarlo, maestro. Gracias igual", contesto al retirarse del local. "Viste cómo está la cosa...", se lamentó Rafael.

Admite que la jubilación no le alcanza, pero asegura que sus ahorros lo sostienen a flote. Es otra la razón por la que va todos los días a su comercio: quiere trabajar. "Es lo que hay que hacer", comentó. "Yo compré en el 87 con un crédito. Si no fuera mío el local hubiera sido imposible mantener el negocio. Hoy tengo que gastar mi propio capital para venir a atender", admitió. Lo que gasta en la nafta para trasladarse supera lo que gana en la mayoría de los días. Paga para trabajar.

La dignidad del trabajo, el sueño de la casa propia, la movilidad social ascendente, el auto renovado cada tres o cuatro años y el mérito son, además de hechos y valores realizables (o que eran realizables) en lo práctico, sogas imaginarias que mantienen unidos hasta a aquellos que, según el Indec, ya cayeron a los eslabones más bajos de la pirámide.

Un estudio del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA muestra la resiliencia que el ideal colectivo ha tenido frente al declive económico: el 85% de los individuos dice sentirse parte de la clase media. Contrastado con la realidad, es una cifra improbable: el 40% de la sociedad argentina está por debajo de la línea de pobreza.

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