El caso Aldana y la inocencia perdida

El mundo adulto, a veces, es implacable. Cuando decide golpear lo hace de una forma contundente, inapelable, llega hasta el hueso, busca poner de rodillas al más irreverente y casi siempre sale ganando. Cualquier delincuente experimentado o provocador profesional conoce los peligros de andar por el borde de ese desfiladero de transgresiones mayores. Por eso hay que estar siempre atentos a esa línea.

La implacabilidad del mundo adulto nace cuando muere la fantasía de inimputabilidad, perdones rápidos y atenuantes que rodean saludablemente a la niñez. Pero la torturada evolución hacia la adultez, cargada de pesadas consecuencias a largo plazo, suele interpretarse como una mácula de un entorno que todos deseamos más sensible, abierto, comprensivo, flexible y despreocupado. Claro, la adaptación no resulta sencilla para nadie. Y hablar con menoscabo de la dimensión adulta conquista adhesiones amplias, casi coercitivas, porque representa lo viejo, podrido y corrupto.

Pero, ¿para qué sirve el mundo adulto? Habría, por lo menos, una razón necesaria: en algún momento, la vida social comienza a regirse por un código legal y ético que intenta impartir una justicia lo más alejada posible del esoterismo, la fantasía cándida y los deseos egoístas de personajes carismáticos y manipuladores. O sea: debe estructurarse de una manera insensible porque lo sensible, emotivo, no es fiable a la hora de juzgar. La dureza del mundo adulto tendería a que ningún individuo escape a un "sistema" donde el sufrimiento que les llegara a impartir a otros quede impune. Dostoyevski, Camus, Freud, y la filosofía abordaron las contradicciones de estos códigos seculares que no son infalibles. Mucho menos en la Argentina, por cierto.

¿A qué viene todo esto? detenido el 22 de diciembre pasado por y corrupción de menores, vuelve a recordarnos que la utopía rock teenager donde la fórmula binaria de que todo lo "adulto" es el "mal" y lo "infantil" lo "honesto y puro" resulta una estafa. Abjurar del "sistema" por representar el odio, el control, lo aburrido, la falta de libertad suena siempre lindo. Ya lo vivimos con el grupo Callejeros y su "fiesta de bengalas" en el Cromañon mortal de 2004.

El público de El Otro Yo, integrado por muchos niños y adolescentes, admira a su ídolo Cristian, de 45 años, porque aparece como un guía, un referente que los ayuda a transitar el desierto de la adolescencia atormentada. Ocupa un lugar de poder adornado de símbolos, discursos al oído y estética...

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