Cartier: las joyas que dominaron el poder y el amor en el siglo XX

Es una perturbadora combinación de arte, fastuosidad y belleza. Las 421 piezas de la joyería Cartier que se exhiben hasta el 17 de febrero en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid ilustran la evolución del gusto y, sobre todo, la historia del poder en el siglo XX, curiosamente enlazada con la religión y el amor. En esas piezas, se resume el ascenso y la caída de varios imperios, la progresiva desacralización de las costumbres y el cambio tecnológico. El lujo de las vitrinas produce un efecto, hoy casi paradójico, emparentado con lo sagrado. Muchas de esas gemas proceden de la India, donde fueron consideradas durante milenios un don de los dioses. Ratna, la palabra sánscrita para "piedra preciosa", significa "acordado". Se consideraba que eso "acordado" recibía e irradiaba la energía del cosmos. La combinación en una joya de las nueve piedras planetarias (el diamante, la perla, el rubí, el zafiro, la esmeralda, el topacio, el ojo de gato, el coral y el circón rojo) era un emblema del universo hindú. En la actualidad, esa tradición se ha perdido, pero perdura como una huella, como un sentimiento que ignora su nombre, en la admiración respetuosa y asombrada de los visitantes de la muestra.

En 1847, Louis-François Cartier (1819-1904) era un obrero en el taller de joyas de su maestro, Adolphe Picard. Tenía un gran conocimiento de relojería y de gemología, además de un espíritu independiente y emprendedor. En 1853, abrió su propio comercio en el número 5 de la rue Neuve-des-Petits-Champs. Como muchos de los joyeros de la época, ofrecía en su establecimiento sus propias creaciones, pero también las de otros talleres. Su especialidad eran los camafeos, que empleaba en broches, brazaletes y collares. Tuvo la suerte de que en 1855, la condesa Nieuwerkerke, esposa del conde Émile de Nieuwerkerke, le comprara un collar de camafeos. El conde era escultor, pero su celebridad provenía de un hecho romántico: era el amante de la princesa Mathilde Bonaparte, prima de Napoleón III y sobrina del gran Napoleón. Poco después la princesa Mathilde, guiada por el conde, se convirtió en clienta de Louis-François. Éste comprendió que había llegado la hora de tener una dirección más elegante y en 1859 se mudó al Boulevard des Italiens, donde un día llegó Eugenia de Montijo, la emperatriz de Francia, para hacerle un encargo: un acontecimiento decisivo para el éxito de la firma porque hizo de Cartier, en forma oficiosa, el proveedor del Segundo Imperio.

El broche ''''Flamenco'''' (1940), que la duquesa de Windsor, Wallis Simpson, luce en la foto inferior junto a su marido, el nunca coronado Eduardo VIII

El clima de bonanza económica multiplicó las grandes fortunas, la corrupción y el consumo suntuario. Surgió el París moderno de las grandes avenidas diseñadas por el barón Haussmann y se desarrollaron los ferrocarriles. Hacia fines de la década de 1860 se descubrieron los inagotables yacimientos de diamantes de Sudáfrica, lo que revolucionó el mundo de la joyería.

La preferencia que los Bonaparte tuvieron por los Cartier fue una especie de legado. Cuando en 1910 la princesa Marie Bonaparte se casó con el príncipe Jorge de Grecia y Dinamarca, llevaba una tiara de la firma, en diamantes y platino, usada como bandeau. Marie fue una mujer singular y muy inteligente: ansiosa de curar su frigidez, intentó varios tipos de cura, hasta que se interesó en el psicoanálisis y se convirtió en una de las primeras discípulas extranjeras de Sigmund Freud. Llegó a ser una psicoanalista renombrada y logró rescatar a su maestro de la Alemania nazi en 1938.

Louis-François Cartier tuvo un hijo, Alfred, que se hizo cargo de la firma en 1874. Pero fueron los tres hijos de éste, Louis (1875-1942), Pierre (1878-1964) y Jacques (1884-1942), quienes le dieron al negocio una importancia internacional. Louis, el mayor, se asoció a su padre en 1898. Era un hombre de un buen gusto infalible y de un certero sentido de los negocios. En primer lugar, le propuso a Alfred que se mudaran al número 13 de la rue de la Paix, una dirección que superaba en elegancia a la del Boulevard des Italiens; por si fuera poco, estaba a un paso del Ritz, el hotel de la aristocracia y de los millonarios estadounidenses. El poder económico estaba pasando de los nobles de Europa a los millonarios de Estados Unidos que compraban tiaras para casar a sus hijas con un novio provisto de título, ya fuera un barón o un príncipe.

El broche "Flamenco" (1940), que la duquesa de Windsor, Wallis Simpson, luce en la foto inferior junto a su marido,

el nunca coronado Eduardo VIII

En esos años, la vanguardia artística se inclinaba por los diseños art nouveau, inspirados en formas naturales. Sarah Bernhardt, la gran actriz de teatro, lucía en la vida real y en la escena joyas que repetían las curvas y los motivos vegetales recreados por Alphonse Mucha. La casa Cartier rechazó las innovaciones modernistas y, en cambio, volvió a la tradición del estilo Luis XVI, que había renacido décadas antes con los gustos clásicos de Eugenia de Montijo. Fue una decisión astuta porque apuntaba a ganarse la clientela aristocrática y monárquica que necesitaba para las ceremonias oficiales una imagen más conservadora. Louis Cartier y sus hermanos recorrían los manuales de ornamentación ilustrados del siglo XVIII para buscar los temas que después recreaban en diamantes las cintas, lazos, volutas y guirnaldas del Trianon de Versalles. El estilo de esos años fue llamado precisamente "guirnalda" y el principal diseñador de...

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