En cada programa nace una estrella

De la aparición de Gran Hermano (1999) a esta fecha, la historia reciente de la televisión globalizada registra varias fases en la evolución de los reality shows. El más moderno de los géneros de la pantalla chica tiene además como característica notable una extraordinaria capacidad de mutación.

En esta década y media, los reality shows han evolucionado por fases. Y la actual aparece dominada por los llamados docurealities, con el foco puesto en actividades tan extravagantes como lucrativas. Hasta que el público se harte del todo y llegue "la próxima reinterpretación" (como señala con honestidad brutal en estas mismas páginas el productor Phil Segal) las estrellas del género seguirán siendo las familias Harrison (El precio de la historia) y Robertson (Duck Dynasty) o los personajes que viven de los depósitos abandonados, del delivery o del trueque de objetos a través de las rutas estadounidenses, de la vida solitaria en los pantanos de Nueva Orleáns o el frío de Alaska, de la manía de lograr que cualquier vehículo viejo luzca como nuevo.

Para que haya reality, el programa debe mostrar a gente real. Aquí no hay actores, sino personas dedicadas desde siempre a la actividad narrada en cada show. Pero las cámaras (y el casting entendido como gran tamiz) se queda con quienes tienen mayor atractivo potencial para la TV. Cuando ciertas señas particulares (tatuajes, barbas, cabelleras, vestuarios, gestos, maneras de moverse) se llevan al extremo y funcionan, allí nace una nueva estrella. Y en este mundo, la lista no para de crecer: Phil Robertson, Austin...

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