Buenos Aires, en un colectivo

Paradas de colectivos

El colectivo no parece un medio para llegar a un fin. Parece el infierno. Hace calor pese a los 14 grados de la calle, el aire es poco, respirar con el tapabocas en un espacio así es aún más trabajoso y hay mugre. Muchísima. El poco piso que puede verse tiene basura y pelos y pisadas, hay un asiento sin viajante porque alguien, antes, vomitó y a unos metros un hombre borracho, quizá el culpable de ese pequeño desastre, no para de susurrar palabras que no se entienden mientras su cuerpo se desparrama hacia uno de los costados.

Acaba de caer el sol. Es sábado. Nadie dice nada sobre eso que pasa. Hace días que las empresas dueñas de los colectivos están en huelga y la frecuencia es tan baja que los pasajeros son muchos, demasiados para un fin de semana. Viajan unos contra otros, se tocan las espaldas, los codos, las piernas y hablan de otras cosas. Debe ser la única opción. Hacer de cuenta.

Las filas en las paradas también son inmensas y las personas que suben empujan para entrar pese a las quejas de quienes ya están arriba que piden, en gritos leves, parar, que hay una anciana que puede lastimarse, que una mujer acaba de subir con un bebé, que alguien le dé el asiento por favor. El chofer calla, se suma a la estrategia y por la ventana lo que se ve parece pintado con el mismo color que hay dentro. El cielo, oscuro, es lo único distinto. En las calles, una hilera de camiones frenados impide que el tránsito avance. Esto es Buenos Aires, la noche llegó y no puede existir el apuro porque no hay salida. Hace veinte minutos que el colectivo no avanza.

Las veredas, afuera, se ven rotas, interrumpidas por carteles que indican que hay gente trabajando, y en los carriles de esta avenida ocurre lo mismo: hay vallas, conos, máquinas para romper el asfalto, para desordenarlo todo. Sin embargo estar dentro, con las ventanas cerradas, es más que el infierno. El cuerpo empieza a doler, las rodillas se tensan, el cuello carga con lo que ocurrió en el día, cuando había luz, las manos se agarran a las barandas que quién sabe...

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