Breve historia del mundo en un terrenito del conurbano

El libro tenía tapa dura, de color negro y rojo. Se llamaba Relatos de la Biblia para niños y lo amaba; volvía ahí una y otra vez, de manera desordenada, vertiginosa, movida por la pasión que sólo despiertan las grandes historias. Sus páginas eran gruesas, amarillentas, ni siquiera sé si era un libro nuevo: nunca supe cómo había llegado hasta nosotros, si había sido un regalo o si fue mi madre quien lo compró. Solo sé que, siendo muy chica, en ese libro que contaba las historias del Antiguo Testamento conocí el origen de todo o, al menos, de lo que las grandes religiones creen el origen de todo. Y que fue en esas mismas páginas que devoré con frenesí donde conocí el placer, pero también la tristeza y la angustia que puede provocar la literatura. Recuerdo haber leído la historia de Caín y Abel en ese libro; tengo un vago registro del dibujo de los hermanos enfrentados, una gráfica en blanco y negro, trazo fuerte. Era el segundo capítulo, luego del de Adán y Eva y antes del de El arca de Noé.

Recordé esas lecturas luego de ver en el Teatro del Pueblo días atrás la impresionante puesta de , la obra escrita y dirigida por que retoma el episodio del Génesis y lo convierte en un espectáculo admirable donde se mezclan técnicas y estéticas del circo, el varieté y hasta el teatro de revistas en sus recursos de estilo. La Biblia criolla de Kartun es tan deslumbrante en la economía fotográfica de su escena como en la poesía de su texto, que otorga nueva luz a lenguas y diccionarios diversos, cruzando los textos sagrados con la gauchesca, el refranero popular y la chabacanería revisteril. Los actores (Claudio Da Passano, Claudio Martínez Brel y Claudio Rissi) son un festival de sensibilidad y matices.

En un terreno fruto de un loteo que les dejó su padre -un barrio que finalmente no fue, no hay vecinos y están solos- , viven los hermanos, que no se quieren ni se respetan. Sólo una línea divide esa tierra compartida, siempre a punto de temblar por el odio. El Tatita los dejó ahí veinte años atrás y cada uno se gana la vida a su manera. Abel, el soñador, el nómade, el poeta, vende una vez a la semana isocas, gusanos para carnada, a los pescadores que van al Tigris. Con eso le alcanza. El resto de sus días disfruta de la naturaleza, del baile, de los placeres. Padece el venenoso desdén de su hermano, que lo ofende sistemáticamente ya que lo considera indigno por no trabajar lo suficiente. Caín, el pragmático y sedentario, el literal que no entiende el...

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